Veinte años después de ganar la batalla por la democracia, los antiguos guetos heredados del 'apartheid' en la Sudáfrica actual luchan para que gran parte de su población deje de vivir en la más absoluta precariedad
Los 27 grados centígrados del mediodía se multiplican en el interior de la pequeña casa de lata, impregnada de una mezcla de olor a desinfectante y a carburante con el que la familia cocina. La vivienda no tiene agua corriente ni electricidad, así que abundan cubos y velas.
Estamos en Sebokeng, pero la estampa es común en los antiguos guetos heredados del apartheid en la Sudáfrica actual, que 20 años después de ganar la batalla por la democracia sigue en medio de la lucha para que una parte considerable de su población deje de vivir en la más absoluta de las precariedades. Sólo en la provincia sureña de Western Cape (con Ciudad del Cabo de capital), cada año muere un centenar de personas que vive en chozas y barracas a causa de incendios provocados por la mala combustión o de una vela mal apagada.
Las últimas víctimas de esta tragedia son cinco miembros de una familia de Ciudad del Cabo que perecieron carbonizadas en febrero ante la impotencia de los vecinos que fueron incapaces de socorrerle.
“Nuestros padres lucharon por las libertades, ahora nosotros por tener servicios decentes pero es la misma lucha”, resume Themba Zuane Dlamani, de 40 años y vecino de Kliptown, otro de esos barrios integrado en el gigante Soweto, a una veintena de kilómetros de la capital económica del país.
En las dos décadas de democracia, según datos ofrecidos por el presidente, Jacob Zuma, en su discurso del Estado de la Nación, 500 guetos de barracas han desaparecido para convertirse en barrios con casas modestas pero con los servicios básicos de agua y luz. No obstante, el propio Ejecutivo reconoce que la emigración interna empuja a centenares de miles de sudafricanos a dejar sus aldeas rurales para trasladarse a ciudades, incapaces de absorber tanta demanda. Este movimiento provoca que hoy haya el mismo número de barraquistas que hace dos décadas. Así, alrededor del 13% de un censo de 52 millones de personas sigue malviviendo en barrios como el de Sekoneng.
Elias Sithole, 48 años, mata como puede las horas en esa casa de Sebokeng, un gueto que en soto significa “lugar de encuentro” y en el que viven unas 200.000 personas repartidas por barrios desconectados entre sí. Hay partes con casas renovadas y dotadas de servicios, aunque en todo este territorio no hay calles asfaltadas y las farolas del alumbrado público van más que escasas.
“¿Ir a tomarme una cerveza? Me encantan los shebeens (bares) pero no tengo dinero para tomarme nada”, admite este hombre que no trabaja desde hace un par de años y subsiste con los seis euros diarios que su mujer gana los tres días que va a limpiar casas a la ciudad. Poca cosa.
Sithole ha participado activamente en las protestas organizadas en su paupérrimo barrio para reclamar mejoras en los servicios. Como su vecina Annah Seholaro, que lleva una década y media sin un empleo. Entre septiembre de 2013 y enero de 2014, se estima que un millón de residentes en guetos en Sudáfrica ha participado en más de 3.000 manifestaciones, algunas de las cuales han terminado con cargas policiales que han dejado al menos una decena de muertos. De norte a sur y de este a oeste, los townships (la denominación local que se le da a los guetos) se van contagiando de ese malestar y hartazgo y como si se tratara de chispas se encadenan las manifestaciones callejeras.
Además, la ira de los manifestantes se ha traducido en el ataque o quema de, paradójicamente, los escasos servicios públicos de que disponen y reclaman, como una clínica, biblioteca o la comisaría de un poblado.
En Kliptown, donde en enero también salieron a la calle, hay cierto disgusto por esos ataques y el joven Shipo Dladla, advierte que aunque los de su generación están “ya” hartos de falsas promesas, deben “aprender a luchar y a reivindicar sus derechos sin cargarse con lo que se ha conseguido hasta ahora”.
La prensa local las ha bautizado como las protestas de la prestación de servicios y los articulistas y tertulianos tratan de entender si se trata sólo de una petición de mejoras en el suministro del agua, la electricidad o las viviendas o, en realidad, es un exponente del malestar de la calidad democrática del país o quizás de la tremenda desigualdad social que cada año que pasa se agranda, según advierten los datos.
Sithole y Seholaro tienen claro por qué se echan a las calles. “Estamos hartos de esperar a que el Gobierno cumpla las promesas de que mejorará nuestras condiciones”, explica el hombre, que confiesa que su largo periodo sin trabajo está resintiendo su relación de pareja.
Como un contrasentido, a escasos metros de su barraca se alza una enorme torre eléctrica que transporta luz artificial sin hacer parada, condenando así a esta zona a la llama de la vela. “Sería fácil tener electricidad con esta torre aquí, se lo hemos dicho al Ayuntamiento, pero ni caso”, dice mientras mira el monstruo de hierro que cicatriza un barrio donde el marrón de la tierra de las calles se mezcla con el verde de plantas silvestres y árboles frutales que plantan los vecinos para autoconsumo. De vez en cuando, también aparece algún huerto con cuatro calabazas o cebollas mal contadas que intentan crecer entre tanta sequedad.
Seholaro llegó al barrio hace una década atraída por “la promesa del Gobierno” de que en Sebokeng en breve repartirían casas nuevas. Ahora, con 49 años vive con un hijo de 32 en una barraca de latón sin servicio alguno. Ninguno de los dos trabaja y no reciben más ayuda que los pocos rands (moneda sudafricana) que la familia extensa les puede ir pasando. También poca cosa.
A Seholaro el mediodía le coge haciendo la colada en la sombra de una especie de porche multicolor por la variedad cromática de las chapas que forman su barraca. Para cocinar, beber, lavar o asearse tiene que ir primero a buscar el agua a un grifo comunitario a un centenar de metros de distancia. Está acostumbrada porque jamás ha tenido el grifo en su casa.
Seholaro pone rostro a las estadísticas oficiales que estiman que en Sudáfrica casi dos de cada 10 habitantes deben ir a buscar el agua en fuentes comunales o pozos, mientras que otro 9% sencillamente no tiene acceso.
En casa de Sithole cada día gastan unos 20 litros de agua. En total, cada día carrean con unos cuatro grandes cubos de plástico. La cifra se multiplica en las barracas que ocupa la gran familia de Maria Mokoena.
Los Mokoena pasaron todos los trámites para solicitar una nueva casa en 2006. Y desde entonces esperan. “Por respuesta nos dan más promesas, así que la violencia y la lucha es la única solución porque hemos pedido las mejoras miles de veces y nada”, lamenta.
Maria tiene 33 años y cuatro hijos de 12, 10 y cinco años que van a la escuela gratuita del poblado, y el pequeño Chris, de cuatro meses, que se quedará en casa hasta los tres años para ahorrarse la matrícula.
Los cuatro son fruto de la relación con su compañero, con el que no piensa casarse, explica riendo. La familia subsiste con el escaso sueldo del hombre construyendo carreteras y las ayudas sociales de 20 euros por criatura y mes.
Si descuenta el transporte público para ir al trabajo, la ropa, la comida y el carburante para hacer funcionar la cocina, los ingresos se quedan en casi nada. La joven madre se despierta con el tiempo justo de preparar a los tres hijos mayores para que acudan limpios a la escuela. “No les doy de desayunar porque lo hacen en la escuela gratis. A la noche cenamos todos juntos”, afirma.
La cocina, como la mayoría del poblado, funciona con parafina. Un litro, 12 rands, al cambio 80 céntimos de euro, que dan para poco más que preparar la cena y calentar un poco de agua para el aseo de los menores. Cada día se gasta en esa casa 1,5 litros. En Sudáfrica, el 18% de la población carece de instalación eléctrica, así que hay que optar por alternativas como la parafina (casi el 8% de cocinas) o leña (13%), según recoge la estadística oficial de 2011.
Sorprende que en la barraca haya una televisión de plasma. Maria explica que se dan un pequeño lujo, de encender un generador eléctrico para ver alguna de las series sudafricanas más populares, cuenta sentada en la cama. No más de una hora al día porque el carburante con el que alimentar la máquina está a casi un euro por litro, lo que se necesita para producir una hora de electricidad.
A través de su ventana se ve a Martha Mokoena, la abuela de Maria, que sentada en una silla aprovecha una pequeña sombra que la alivia del calor seco del verano austral. Tiene 74 años y sólo habla soto y afrikáans, así que su nieta traduce sus palabras. También carece de luz y de agua y como vive con su hijo y tres nietos le ahorran el trastear los cubos y la leña para encender el fuego de la cocina. A pesar de todo, la mujer asegura que hoy vive "mucho mejor en Sudáfrica que con elapartheid”.
Hoy la brecha que separa a la riqueza de la miseria es más ancha que durante el régimen supremacista blanco
Las estadísticas le dan en parte la razón, aunque en la Sudáfrica de hoy la brecha que separa a la riqueza de la miseria es más ancha que durante el régimen supremacista blanco. Más de la mitad de los sudafricanos es pobre, mientras que a pocos kilómetros de distancia de esos paupérrimos barrios una clase media-alta, que se estima en el 15%, reside en casas con jardín y piscina y conduce vehículos de gran cilindrada.
Zuma ofreció en su discurso datos que, a su juicio, dejan entrever que aunque a poco a poco, la política del Gobierno avanza en la buena dirección y puso de ejemplo que cada vez son más los sudafricanos beneficiarios de las ayudas sociales. El problema es que hoy el número de subsidios supera en un millón al número de trabajadores en activo. En cifras, 16 millones por 15 millones, y con una economía frenada por la recesión global que ha pasado de crecer en las dos últimas décadas a una media del 3,5% a cerrar el 2013 con apenas el 1,8% y una inflación que ha disparado la cesta de la compra por encima del 5%.
Un estudio reciente de la Universidad de Johannesburgo advierte de que los residentes en los guetos empiezan sus reivindicaciones de forma pacífica, intentando dialogar con los consejeros municipales pero a la vista de que nadie les hace caso, estallan en una protesta violenta. “Es una rebelión de los pobres”, se atreve a calificar Peter Alexander, profesor de Psicología y coautor del informe. El experto apunta que los altercados en esas manifestaciones también responden al contexto internacional de las primaveras árabes o movimientos extrapolíticos que se atreven a quejarse ocupando la calle. En cualquier caso, Alexander y sus colegas aseguran que “no hay solución a corto plazo” y que es demasiado pronto determinar si estas manifestaciones de los guetos se generalizarán como, por ejemplo, pasó en Turquía o Egipto. Como resumía un analista político recientemente, la “se terminó la luna de miel” de la Sudáfrica que soñó Nelson Mandela.
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