jueves, 10 de octubre de 2013

Caracas, epicentro de la crisis social y política que sacude Venezuela

En la capital venezolana han desaparecido las normas que regulan la vida entre sus ciudadanos y se ha generado un caos de impredecibles consecuencias





Las normas que rigen la convivencia entre los ciudadanos están desapareciendo en Caracas. “Cada vez más el orden fáctico regula la vida de los venezolanos”, advierte el sociólogo Luis Pedro España en una entrevista con este periódico. “El Estado ha desaparecido. Sólo está en la televisión”, agrega. No es solo una impresión. Esa pérdida de confianza en el otro ha sido estudiada por el Observatorio Venezolano de la Violencia. En una encuesta efectuada entre junio y julio, el 78% de los consultados afirmó que si actúa con nobleza y apegado a las leyes, su prójimo podría sacar provecho de ello. Esa mentalidad está conduciendo a la anomia. Y en la capital venezolana, una ciudad cuya área metropolitana tiene más de tres millones de habitantes, a un caos de impredecibles consecuencias.

Este proceso de desinstitucionalización ha sido lento pero inexorable y ha corrido paralelo a la transformación del Estado iniciada durante el primer gobierno de Carlos Andrés Pérez (1973-1978), según España. El Estado se quedó entonces sin capacidad para responder a las demandas generadas por su abrupto crecimiento y perdió su capacidad de ordenar espacios que tenían sus procedimientos formales. España escribió un artículo en el diario El Mundo Economía y Negocios donde desarrollaba esa idea: “Bajo esos preceptos lo fiable, lo que se considera estable, termina siendo lo local, aquello que conocemos casi de manera tan privada como nuestras relaciones familiares”.

Una consecuencia de esa desaparición del Estado es la toma de las calles de Caracas por los motorizados. Si se le pregunta a un chófer de automóvil dirá que estos representan la manifestación más anárquica de la vida local y que son responsables además de la incubación de un resentimiento que trasciende las ya conocidas divisiones políticas en torno a la obra de Hugo Chávez.

Ricardo Vargas, de 42 años, líder de la Organización e Integración Motorizada Bolivariana Nacional, trata de normar a ese colectivo que para muchos venezolanos encarna todas las taras nacionales. Su agrupación es una de las cientos que encarnan la difusa noción de democracia participativa promovida por el chavismo desde 1999. Responde a las preguntas de este diario en el funeral de un compañero asesinado y aboga por una mención menos estereotipada de su gremio. Pero los hechos no lo ayudan. En las últimas semanas tres episodios continuaron socavando cualquier esfuerzo por revertir tanta percepción negativa.

El 27 de septiembre un camión cargado de carne colombiana chocó en la autopista Francisco Fajardo, la principal vía de Caracas. La cabina quedó aplastada y el remolque se abrió dejando al descubierto la carga. Algunos motorizados que pasaban por ahí comprendieron el gran valor de lo que había adentro, dada la severa carestía de alimentos básicos que hay en el país. Ninguno recordó al conductor que agonizaba cuando saltaron sobre el techo del vehículo en su frenética carrera hacia el remolque. Los videos capturaron a gente que se comportaba como hienas despedazando a su presa. Carlos Javier Anaya, el chófer, murió finalmente pisoteado por personas desesperadas por resolver la comida de varios días.

Poco antes, el 5 de septiembre, unos trescientos motorizados cerraron la avenida Libertador de Caracas para protestar por el elevado precio de los repuestos de sus vehículos. Cuando la policía pretendió reabrir la vía, el grupo respondió con disparos y botellazos. Horas después, un vehículo fue desvalijado por motorizados, quienes responsabilizaban a la conductora de atropellar a un compañero cuando se discutía si se reiniciaba la circulación. Y el 21 de septiembre los habitantes del casco colonial de Petare, uno de los barrios más violentos de América Latina, presenciaron un tiroteo entre la Guardia Nacional Bolivariana y tripulantes de motos, tras la detención de uno de estos. En un acto de solidaridad con el arrestado, los motorizados cerraron el paso y quemaron basura. La protesta finalizó dos horas después con policías heridos.

Vargas dice que estos tres casos son situaciones aisladas, que no retratan a todos los que se transportan sobre dos ruedas, y que el Estado y la comunidad organizada están haciendo esfuerzos por crear conciencia entre los motociclistas. No todos son vándalos, pero sí son los jerarcas de un sistema primitivo de ordenación del tránsito caraqueño, ajeno a toda norma, que está destruyendo la convivencia.

La profundización de la anomia coincide con el esfuerzo del chavismo de crear a un nuevo venezolano, un hombre con valores distintos a aquellos que, según esa cosmovisión, han sido instruidos sólo para usufructuar la renta petrolera. Lo que ha ocurrido hasta ahora es una gigantesca licencia para hacer y deshacer de acuerdo con los propios intereses. En Venezuela hay una Ley de Tránsito Terrestre que establece límites de velocidad, y un reglamento para la circulación de motocicletas, cuya entrada en vigencia está diferida desde hace dos años. Ambos son letra muerta. “Nosotros queremos circular por el espacio que queda entre el canal rápido y el central a 60 kilómetros por hora”, dice Vargas. “La costumbre ha hecho que nos apoderemos de ese espacio”, explica. Las consecuencias de esas “leyes” que impone el diario hacer están a la vista. El año pasado fallecieron 1.220 personas que se trasladaban en moto y 2013, según la Asociación Venezolana para la Prevención de Accidentes y Enfermedades, podría culminar con una cifra cercana a 1.500.

Hay otros tableros de la vida venezolana donde también se evidencia esa ruptura de la convivencia. La oferta de alquileres de vivienda ha decrecido dramáticamente después de que el gobierno de Chávez promulgara un reglamento para normarlos. La situación es más crítica en Caracas, donde la vivienda es notablemente más cara que en el resto del país. Aquiles Martini, presidente de la Cámara Inmobiliaria de Venezuela, estima que en 1999, el año en que empezó a gobernar el chavismo, el 30% de las viviendas eran destinadas a la renta. Muchas representaban una inversión de las clases medias profesionales para evitar que el dinero se devaluara. Hoy es un riesgo arrendar un piso. En aras de un propósito noble el Gobierno elaboró en 2011 un reglamento que protege a los arrendatarios, pero castiga a los arrendadores y los condena a no disponer de su vivienda hasta que sus inquilinos no consigan otra. Hay quienes no cancelan la mensualidad porque saben que son amparados por la ley y es imposible desalojarlos. La ejecución de un juicio favorable a los propietarios está paralizada.

En los últimos dos años la prensa local ha contado historias de propietarios que se encadenan a sus viviendas para forzar la salida del inquilino, o que se instalan a dormir en colchonetas en los pasillos porque no tienen a dónde ir. Martini calcula que hay un déficit de 2.700.000 viviendas en un país que tiene 30 millones de habitantes. En los sectores populares, donde las viviendas no tienen título de propiedad porque se levantaron en terrenos invadidos, las soluciones son más drásticas. Martini ha escuchado de asesinatos de inquilinos que se niegan a abandonar la propiedad. Eso es casi imposible de confirmar. Nueve de cada diez delitos quedan impunes, como seguramente ocurrirá con la trágica muerte del conductor aplastado por una horda de motorizados. En un duro artículo publicado en el diario El Nacional el sociólogo Tulio Hernández describió ese comportamiento cargando contra la llamada revolución bolivariana: “Creíamos que el socialismo del siglo XXI no había sido capaz de crear al hombre nuevo. Pero no es cierto. El hombre nuevo existe. Es una bestia de rapiña. Se venía formando desde antes. El chavismo lo doctoró”.


Caracas

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