Pequeños activistas como Malala logran grandes transformaciones
Pese a ser extraordinarios, tienen derecho a vivir su infancia
Malala celebra su cumpleaños en la sede de la ONU; Malala recibe el premio Nobel de la Paz de los niños en La Haya; Malala inaugura en Birmingham la librería pública más grande de Europa; Malala viaja a Nueva York para colaborar con el ex primer ministro británico Gordon Brown en un programa de ayuda a niños refugiados sirios… Malala tiene 16 años y un apellido: Yousafzai. Pero para todos, ella, la niña, es eso, Malala —la sonoridad del nombre acompaña—. Así conoce medio mundo a esta joven e incansable paquistaní, tiroteada en octubre del año pasado en el valle del Swat (Pakistán) por un grupo de talibanes a los que no les gustaba lo que la menor contaba en Internet. Sobrevivió y reside en Reino Unido.
Fue y es víctima de los radicales. Y ahora la llaman activista por la educación. Pero es eso, una niña. Y por derecho.
“Malala es un ejemplo”, explica Jorge Cardona, profesor en la Universidad de Valencia, “de que un niño es sujeto de derecho como lo es un adulto; deben ser protagonistas de sus derechos, deben ser empoderados para defenderlos”. Cardona, docente en Derecho Internacional y Relaciones Internacionales, es uno de los 18 expertos independientes que forman parte del Comité sobre los Derechos del Niño de la ONU.
“Malala”, continúa este profesor, referencia omnipresente de la defensa de la infancia, “nos demuestra que los niños no son solo objetos para proteger y que, en muchas ocasiones, son los adultos, precisamente, los que les limitan”.
Con Malala, ese límite llegó —o lo intentó— desde los fusiles que el pasado 9 de octubre, muy cerca de su casa de Mingora, escupieron las balas que acertaron en su cabeza y su cuello. Detrás del atentado estaban los talibanes paquistaníes, de los que la menor, entonces de 15 años, había hablado en un blog publicado en la versión online de la cadena británica BBC. Malala era ya entonces un símbolo creciente de la lucha por la educación de los menores que habitan esas tierras, demasiado porosas para no contagiarse del conflicto afgano. Pero, sobre todo, era un altavoz de denuncia de los derechos de las niñas, vilipendiadas por la guerrilla radical, enemiga acérrima de que ellas, como ellos, disfruten de la educación de las aulas.
Malala aguantó. Fue trasladada al hospital Queen Elizabeth de Birmingham (Reino Unido) y logró sortear la muerte. Su coraje al plantar cara a los talibanes y seguir enarbolando su mensaje tras casi perder la vida fue reconocido por la organización KidsRights, que el pasado 6 de septiembre le entregó en La Haya (Holanda) el Premio Internacional de la Paz de los Niños. “Malala ha demostrado”, dice en un intercambio de correos el fundador de la ONG, Marc Dullaert, “que los niños pueden elevar sus voces, que pueden marcar la diferencia; ella está moviendo el mundo”.
Y no cesa. Malala sigue hoy con un discurso elaborado, cargado de simbolismo, fuerte, activista y atractivo hasta el punto de maravillar a los adultos, a los que están al frente de organizaciones, certámenes o Gobiernos. “Uno tiene que acostumbrarse”, defiende el profesor Cardona, “a la sensatez y madurez de los niños”. “Ver a un menor que decide levantarse por los derechos de muchos otros y luchar contra las injusticias”, señala también en este sentido Dullaert, “nos hace a los adultos humildes”. “Si ella puede hacerlo”, continúa el holandés, “nosotros también”
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Frans Röselaers, sociólogo exmiembro de la Organización Internacional del Trabajo, va un paso más allá: “Los adultos pueden sentirse un poco humillados por el hecho de que estos jóvenes consigan cosas allí donde ellos no lo hicieron”. “Los niños”, prosigue Röselaers, integrante también del jurado que galardonó a Malala y fundador de Global March Against Child Labour, “tienen derecho a expresar sus preocupaciones, ambiciones y puntos de vista”. Y tanto.
La siguiente frase la pronunció la menor —se atribuye al filósofo romano Marcus Tullius Cicero—, durante la apertura de la librería de Birmingham, ciudad de acogida, el pasado 3 de septiembre: “Una habitación sin libros es como un cuerpo sin alma”. Pero no es solo la frase. La adolescente no lee un texto, pronuncia un discurso, lo gesticula, lo interpreta y se lo mete por vena al oyente. Tiene 16 años.
“Estamos acostumbrados a que los niños sean objetos de protección”, explica el profesor Cardona, “y tienen muchas cosas que aportar”. “Es jurídicamente obligatorio escuchar a un niño”. Pero no hacerle hablar de más. “Hay que evitar la explotación económica de su figura”, advierte el también catedrático.
El que no pudo evitar la explotación fue el pequeño Iqbal Masih, referente en la historia de los niños activistas y símbolo también de la lucha por los derechos de los menores en Pakistán. Fue asesinado dos años antes de que naciera Malala. La lucha contra la explotación infantil fue, de hecho, su gran causa. Nació en Mureedke, cerca de Lahore (Pakistán), en 1983. Con cuatro años fue vendido por sus padres al dueño de un telar como pago por la boda de su hermano. Seis años después logró escapar y se unió al Frente de Liberación del Trabajo Forzoso, con el que predicó en contra del empleo de menores. Muy menudo, demasiado para su edad, pero sonriente, Masih, pateaba las calles entre los suyos, con los brazos en alto; ondeaba banderas y saltaba a los atriles para contar su historia. El 16 de abril de 1995, Masih, con tan solo 12 años, poco después de regresar de Estados Unidos, donde había sido galardonado por su dedicación y activismo, fue asesinado a tiros.
¿Por qué Malala es así? ¿Por qué lo fue Masih? “Son niños líderes”, responde Consuelo Crespo, presidenta del comité español de Unicef, “son capaces de captar de inmediato el valor de algo, muchas veces porque lo han vivido, y tienen además la inquietud de transmitirlo”.
La sección española de la agencia de Naciones Unidas dedicada a la protección de la infancia reconoció el pasado mes de mayo la labor de la joven activista paquistaní con el premio Moviliza. El galardón lo recogió en persona su padre, maestro de profesión y, seguro, uno de los responsables de poner una semilla en el carácter de su hija. Malala tenía que continuar con sus clases, pero agradeció la distinción a través de un mensaje grabado en vídeo.
Recuerda Crespo y coinciden los expertos en infancia consultados que lo de Malala no se queda en una voz que moviliza a miles de personas. Su lucha ha obtenido un cambio efectivo: el reconocimiento por ley de la obligatoriedad y gratuidad de la educación para los niños en Pakistán. Otra cosa será su aplicación. Y no solo eso. Tal fue y es el eco de la voz de Malala que incluso un líder de los talibanes paquistaníes, Adnan Rashid, redactó y envió una misiva dirigida a la menor para ofrecer una suerte de excusas, no disculpas, por las que el ataque, que él no deseaba, se perpetró. Grosso modo, defendía él, no fue por su defensa de la educación sino por el intento de establecer un modelo occidental. “Has dicho que el bolígrafo es más fuerte que la espada”, escribió Rashid para Malala, “y ellos te atacaron por tu espada y no por unos libros o un colegio”.
“El convencimiento de Malala”, señala la presidenta de Unicef, “ha sensibilizado a la sociedad en torno a sus derechos”. Pero todo tiene un límite: “Ella tiene que continuar su vida escolar de forma normal”, continúa Crespo, “no se la puede utilizar de forma partidista o ideológica”.
A tenor de lo visto, eso no ha ocurrido en este caso, aunque no se puede negar que Malala sea un reclamo para liderar campañas como la capitaneada por el ex primer ministro británico Gordon Brown para reunir 500 millones de dólares (370 millones de euros) y llevar así la educación a 300.000 refugiados sirios de los campos del norte de Líbano.
Pero, ¿por qué atrae tanto el mensaje de estos pequeños líderes a los adultos? En opinión de Crespo, la falta de un sistema de educación adecuado hace que ejemplos como el de Malala sean excepcionales.
“Cuando se da espacio para que participen es espectacular como se expresan”. “Hay que educarles”, prosigue, “para que saquen lo mejor de sí mismos; no son el problema, son la solución”. Y si la aportan, como aquí coincide el fundador de KidsRights, Marc Dullaert, suele ser “creativa y sencilla”.
Unicef conoce bien de qué están hechos los niños, sobre todo, allí donde más difícil es serlo. “Hay muchas malalas en el mundo”, cuenta Crespo tirando de la experiencia de sus viajes, “muchos niños que mueven el mundo y no conocemos, que son capaces de cambiar la mentalidad de sus padres por una idea”. Y a veces casi sin ser tener edad para ser conscientes de ello.
Eso le ocurrió a Coy Mathis, la niña que con solo seis años logró el pasado mes de junio en Colorado una de las sentencias más celebradas por el colectivo transexual de Estados Unidos. Gracias a ella, que nació con sexo masculino, gracias a la expresión de lo que sentía y al tesón de sus padres, Kathryn y Jeremy Mathis, el colegio al que acude, en Colorado (EE UU), tuvo que abrirle las puertas de los baños para niñas.
La pequeña Mathis empezó a inclinarse hacia todo lo que tuviera que ver con el sexo opuesto a los 18 meses. Con cuatro años, su identidad era ya la de una niña. Sus padres trataron de que la dirección del colegio, el centro elemental Eagleside, dejase que Mathis fuera al lavabo de sus compañeras, pero la escuela negó la mayor el pasado mes de diciembre y apuntó hacia sus órganos genitales como motivo. Con la ayuda de la Fundación para la Defensa Legal y Educación de los Transexuales, los Mathis fueron ante el juez y el pasado 25 de junio ganaron la demanda civil, con una sentencia pionera en EE UU, “la más comprensiva con relación al acceso de los transexuales a los baños”, según la organización estadounidense.
“Ejemplos como el de Coy Mathis dan mucha fuerza”, apunta Ronny de la Cruz, vicepresidente de Cogam (Colectivo de Lesbianas, Gais, Transexuales y Bisexuales de Madrid). “Habrá gente”, continúa De la Cruz, “que cierre los ojos porque se trata de una niña, pero habrá otra mucha que se pare y la escuche”. De la Cruz, de 24 años y con una larga experiencia en contacto con grupos de jóvenes, resalta el impacto que tiene que “alguien tan joven tenga claras cosas que mucha gente no logra tener en toda una vida”.
Claro y cristalino tenía Samantha Reed Smith, otro de los símbolos que ha dejado la historia del activismo menor de edad, que aquello que le pasaba por la cabeza allá por el año 1982, mientras hablaba con su madre en su casa de Maine (EE UU), tenía que acabar en un folio y llegar a manos de Yuri Andropov, secretario general del Partido Comunista de la URSS. “¿Va a votar usted por una guerra o no?”, preguntaba la pequeña de 10 años en plena escalada entre los dos frentes que partían el mundo. “Si esto no le agrada, dígame, por favor, cómo va a ayudar a evitar una guerra nuclear”, le soltaba la niña al máximo dirigente de la URSS. Tardó, pero Andropov respondió a Reed Smith. Le dijo que hacía todo lo que estaba en su mano para frenar el conflicto en una extensa carta en la que el dirigente comparaba incluso a la joven estadounidense con la Becky amiga del Tom Sawyer de Mark Twain.
El intercambio de correspondencia convirtió a la pequeña en la embajadora oficiosa más joven de su país. El líder soviético invitó a Reed Smith y sus padres a viajar a Moscú en julio de 1983. La repercusión mediática en las dos trincheras, pese a que Andropov no se vio cara a cara con la niña, fue excepcional. Samantha Reed Smith era ya un símbolo de la lucha por la paz. Pero la fatalidad, que parece que persigue a las voces de esos pequeños grandes activistas, truncó la sonrisa interminable de esa niña de ojos grandes y claros. Reed Smith murió el 25 de agosto de 1985 junto a su padre en un accidente de avión. Tenía 13 años.
Pero lo que se traduce de su historia, como de la de Malala, Masih y otros miles de niños, es el ejercicio de un derecho a menudo hurtado a los menores: el de la participación. “Son ejemplo”, dice el director general de Save the Children España, Alberto Soteres, “del derecho a participar y opinar sobre cualquier asunto que les afecte”. Un derecho que sigue abriendo camino y traspasando fronteras. A veces también por el esfuerzo de los adultos.
Como recuerda Soteres, el Gobierno español, tomando la delantera junto a un pequeño grupo de países, ratificó en junio el tercer protocolo de la Convención sobre los Derechos del Niño, que reconoce la competencia de los menores para defenderse frente a una instancia internacional. Es decir, explica Soteres, que “si un niño español no es atendido en ninguna de las instancias judiciales de su país, podría, una vez agotadas estas vías, acudir a Ginebra para reclamar sus derechos”.
En espera de que las leyes internacionales protejan de manera más efectiva a los niños, el mundo seguirá necesitando malalas. Niños excepcionales que, al fin y al cabo, siguen siendo menores de edad y precisan por ello de una protección muy especial. “Hay que tener mucho cuidado”, advierte el director de Save the Children. “El caso de Malala es muy complicado, hay que estar vigilante con su entorno. Se tienen que garantizar sus derechos”. “El de la intimidad, que pueda jugar, estudiar, vivir con su familia…”. En definitiva, que pueda recoger un galardón en Nueva York de manos de Rania de Jordania, como hizo este miércoles durante la gala de los premios Clinton, siempre que luego se cumpla su derecho a seguir siendo lo que es. Una niña.
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