sábado, 3 de agosto de 2013

Ellos duermen

Él suele conciliar el sueño de inmediato. Apoya la cabeza en la almohada y cae rendido. No sabe si ronca y teme hacerlo. Según le han dicho, a veces produce un ruido que cesa al poco tiempo (aunque sospecha que su mujer no oye más ronquidos porque se queda dormida).
Ella permanece un tiempo despierta, leyendo un libro enorme que dura meses en su buró. Por lo general, tiene cinco o seis lecturas pendientes, pero lo que le interesa es el libro grueso.
Se duerme un rato. Luego de unas horas, despierta y enciende la luz para seguir leyendo. Son las tres o las cuatro de la mañana. Él se despierta pero no abre los ojos. Sabe que ella lee. Envidia esa diversión a deshoras. También envidia al escritor, muerto hace tres siglos, que hace reír a su mujer a las cuatro de la mañana.
Para conciliar el sueño, ella toma pastillas que considera magníficas. Sin embargo, los beneficios que le provocan no sirven para dormir, según se advierte en sus sesiones de lectura en la madrugada.
Él repliega al máximo el uso de remedios y olvida los nombres de las medicinas. Cuando necesita algo, ignora no sólo cómo se llama sino en qué parte de la casa podría estar. Ella, que por lo general detesta reaccionar rápido, no se molesta de que él la despierte. Es muy precisa en esos casos y da instrucciones con la tranquila objetividad de quien sueña que atiende una farmacia.
Después de leer un rato se queda dormida, con el libro entre las manos. Él hace lo mismo que lleva haciendo en varias décadas: recoge el libro, marca la página, advierte que ella tiene una postura contrahecha y trata de arreglarla, sin mucho empeño por temor a despertarla. Luego apaga la luz y tropieza con una pantufla.
Con rara habilidad, ella jala el edredón, las sábanas, todas las cobijas, como quien practica el judo con las sábanas. Él no logra taparse. Convencido de que en la cama no tendrá mayor abrigo, va al armario y se pone una sudadera o un suéter grueso.
Ella siempre tiene dos o tres vasos de agua en el buró. Él no tiene ninguno. Si le da sed, baja de la cama y bebe alguno de los vasos que a ella le sobran.
En caso de que él se despierte para ir al baño, al volver a la cama descubre que ella se ha desplazado en tal forma que sólo queda libre una franja limítrofe. Se tiende ahí. Está acostumbrado a dormir de ese modo, sin moverse mucho.
Ella produce un ronroneo que debería ser arrullador, como suelen ser los suaves ritmos repetidos. Él la toca para ver si se calla. Ella se da la vuelta, dice “hielo” o “mazapán”, y sigue ronroneando.
En ocasiones, ella vuelve a despertar y a encender la luz. Él le dice “Miss Almoloya”, en alusión a la cárcel de máxima seguridad donde se duerme con la luz prendida. Ella no tiene el menor problema para dormir así. En rigor, no es alguien que se duerma, sino que se “queda dormida”. Todos los días, el sueño le llega por sorpresa, sin que le dé tiempo de apagar la luz.

Cuando no puede dormir, él piensa que debería leer. Le gusta hacerlo pero no en ese momento. Prefiere pensar pero en nada importante. Imagina cosas que no sean ni buenas ni malas para dormir en calma. A veces se pregunta si en verdad tendría algo importante en qué pensar. ¿Hay una idea profunda que le produzca insomnio? Le preocupa no dar con eso. Tal vez sólo se ocupa de temas menores porque no se le ocurre algo superior.
Con luna llena o cerca de las montañas, él no puede dormir. Esta limitación podría estar prestigiada por el magnetismo y la influencia telúrica, pero nadie se ha interesado en ella. Él se considera bastante singular por este defecto, lo mismo que por su tendencia a detener los relojes pulsera. Hay algo misterioso en su interior -un peculiar drama alpino-, pero no ha logrado que ella lo considere misterioso, al menos no por eso.
En las horas que pasa en vela, él redacta imaginarias cartas para los periódicos. Argumenta sus quejas con gran exactitud. A las cinco de la mañana siempre tiene razón.
Nunca apunta las ideas que se le ocurren en la vigilia porque sospecha que si no las recuerda no valen la pena. Al día siguiente las recuerda, y no valen la pena.
A veces se distrae recordando los hábitos nocturnos de una mujer que conoció en otro tiempo, o acaso en una película, para ganar independencia respecto a la que vuelve a reír a su lado por un autor muerto hace trescientos años, pero le cuesta evadirse. Un pie toca de pronto el suyo o un mosquito aporta su zumbido.
Durante los ratos en los que ella no lo deja dormir, él piensa en cualquier cosa hasta que “pensar” se convierte en una manera de ser haragán. Dice algo para indicar que está despierto y que eso no le importa. Él la acaricia o ella lo acaricia, a esas horas da lo mismo.
Poco después, ella se vuelve a dormir con la luz prendida. Él se levanta, apaga la lámpara, tropieza con la pantufla, rodea la cama con excesiva parsimonia y reflexiona en lo que ella habrá leído. Cierra los ojos y sabe que dormirá pronto.
Al día siguiente resulta que pasaron buena noche. Si no durmieran de ese modo, no podrían dormir.

Autor: Juan Villoro

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