DÉJANOS CAER
(Montevideanos, 1959)
¿Van Daalhof? Mucho gusto. ¿Así que Arcosa le dio mi teléfono? ¿Está bien el hombre? Hace años que no lo veo. Aquí en la tarjeta dice que usted quiere tema para un cuento y que a él le parece que yo puedo ayudarlo. Bueno, no hace falta decirlo: siempre que pueda, encantado. Los amigos de Arcosa, son mis amigos. ¿Ana Silvestre dijo? Seguro que la conozco. Lo menos desde 1944. Ahora está de novia. Qué cosita. Cómo no que hay tema para un cuento. Pero, eso sí, cámbiele el nombre. Además, usted no es de aquí. Lo publicará en su país, claro. Mejor, mucho mejor. Ana Silvestre. Como nombre de teatro, no me gusta. Nunca pude explicarme por qué no quiso conservar su nombre verdadero: Mariana Larravide. (Con hielo y soda, por favor.) En 1944 era lo que se dice una nena: diecisiete años. Siempre fiacucha, inquieta, despeinada, pero ya en aquella época tenía algo, algo que ponía nerviosos a los muchachos e incluso a los más veteranos, como yo. ¿Cuántos años me da? No se pase, no se pase. Anteayer cumplí cuarenta y ocho, sí señor. Escorpión y a mucha. honra. Sí, hace dieciséis años Mariana era una nenita. Lo mejor que tuvo siempre fueron los ojos. Oscuros, bien oscuros. Muy inocentes, mientras estuvo en la etapa inocente. Y muv depravados, en la otra. En esa época era todavía estudiante de Preparatorios. De Derecho, naturalmente. Estudiaba con los hermanos Zúñiga, el pardo Aristimuño, Elvira Roca y la bombita Anselmi. Eran inseparables, un grupito verdaderamente unido. Venían los seis por la vereda y usted tenía que bajarse, porque ellos no se abrían ni a garrote. Yo los conocía bien, porque era amigo de Arriaga, un profesor de filosofía al que la botijada veneraba como un dios, porque era campechano y venía a las clases en motocicleta. Así hasta que se escrachó, en Capurro y Dragones, contra un tranvía 22 que lo envió al Maciel con una pierna rota y otra también, Jubilándolo para siempre del donjuanismo activo. Pero en ese entonces Arriaga ni soñaba con las muletas. A veces se sentaba conmigo en el café y veíamos entrar y salir a la barra dándose empujoncitos y gritándose chistes idiotas, de esos que sólo hacen reír cuando se está en la edad de los granos. Yo me daba cuenta de que Arriaga le tenía tinas ganas bárbaras a Mariana, pero ella no le daba ni cero cinco en el terreno que a él le interesaba. Lo admiraba como profesor y nada más. Elvira Roca y la bombita Anselmi, un año mayores que ella, ya se acostaban con todo el mundo, pero Mariana se mantenía incólume, deliberadamente confinada a la camaradería y sus coqueteos sin mil¡tancia. Debe haber sido la virginidad más publicitaria del Mundo Libre. Hasta los mozos de café tenían conciencia de que le servían el cortado a una virgen. Lo más notable era que ella declaraba no tener prejuicios; simplemente, no se sentía impulsada hacia la peripecia sexual. Le aseguro que, considerando que no se sentía impulsada, se las arreglaba bastante bien para hacerse mirar, mediante escotes abismales, y estratégicos cruces de piernas. Nunca se pudo saber quién fue el primero. La bombita Anselmi desparramó la noticia de que había sido un adscripto del Vázquez, pero éste, que se llamaba —fíjese usted lo que son las coincidencias— precisamente Vázquez, una noche que tenía unas cuantas copas encima, confesó que había sido el segundo. (Gracias. Y otro cubito. Ahí está.) En realidad, para el placé había varios candidatos, yo entre ellos. Lo que pasaba era que Mariana le decía a todos que, antes de esa caída, sólo había habido “un hombre en su vida”. Y uno se quedaba contento, de puro imbécil que era, porque allí ser segundón era casi lo mismo que ser pionero, y todo eso sin las desventajas del estreno. Una cosa hay que reconocer y es que Mariana siempre tuvo un estilo propio. Para la inocencia y para el relajo. Para la farra y para la tristeza. Gozaba de absoluta libertad, porque los padres estaban en Santa Clara de Olimar y ella vivía aquí con una tía que tiene por cierto su pasado glorioso. La casa era en Punta Carreta, cerca de la cárcel. Uno de esos conglomerados de Bello y Reborati, que siempre me hicieron acordar a un juego de armar casitas que tuve cuando botija. La tía se pasaba las semanas en Buenos Aires y Mariana quedaba como dueña y señora de la casa, con su enorme surtido de balconcitos y corredores. Era la ocasión de armar soberbias festicholas, con grapa, amores y discoteca. Arriaga era un habitué de esas reuniones y yo empecé a ir como invitado suyo. Por ese entonces a mí me gustaba la bombita Anselmi, que en el tercer san martín seco se ponía sentimental y había que consolarla de apuro en el altillo. Pensar que en esa época era un bibeló, todo— lo redondita que se precisa, y hoy, como digna esposa del edil Rebollo, tiene unas cataplasmas que fueron, tiempo ha, soberbios pectorales. Bueno, pero a eso iba. Muchos de los asistentes a esos carnavalitos privados, se divertían con un solemne sentido del deber. Era una fiesta y había que gritar. Era un baile y había que bailar. Era una jauja y había que reír. Todo previsto. Pero Mariana, que en esa etapa ya no era una nena, no nos esperaba con la risa puesta, no señor. Cuando llegábamos siempre estaba seria, como si la idea no hubiera sido suya y la estuviéramos obligando a divertirse. Pero nosotros la conocíamos: sabíamos que necesitaba crearse un clima, entrar lentamente en caja. El menor de los Zúñiga decía un chiste intelectual, de esos tan rebuscados que cuando uno pesca el resorte, ya le vino el bostezo de tanto esperar; el pardo Aristimuño, como es de Bella Unión, contaba anécdotas de la frontera; Elvira Roca empezaba a tener calor y se sacaba la blusa y compañía; Arriaga, que había seguido cursos de fonética e impostación, recitaba cultísimas indecencias de la antigüedad clásica, y así Mariana empezaba a alegrarse de a poco, con verdadero ritmo, riendo sobre seguro. Fue Raimundo Ortiz, huésped de honor de uno de tales jolgorios, quien, asistiendo a ese ascenso progresivo de lo que él, como buen hombre de teatro, llamaba el clímax, le propuso a Mariana que ingresara en su conjunto “La Bambalina”, de teatro independiente. Qué ojo. Desde el pique —me parece recordar que debutó en una obrita de O'Neill Mariana fue la favorita de los críticos, que en ese entonces eran pocos pero malos. Ortiz primero, y después Olascoaga cuando ella se fue de “La Bambalina” para Telón de fondo”, con motivo de los arañazos que le dio la Beba Goñi la noche en que Mariana le arrebató el papel de Ramera IV en una obra que entonces era de vanguardia y hoy es demodé) explotaron el filón y la hicieron representar todos los papeles de putitas de que dispone el repertorio universal. Le juro que, sobre el escenario, parecía extraída del Blue Star” o del “Atlantic”: el mismo paso, las mismas caídas de ojos, el mismo ritmo de las caderas. (Gracias, todavía tengo en el vaso. Bueno, agréguele, ya que insiste. No se me olvide del cubito. Macanudo.) Nunca le daban papeles románticos o de característica; tampoco ella los reclamaba. Representando el papel de Prostituta (que es, después de Yerma, el más codiciado por las actrices con temperamento) se sentía segura y a sus anchas. En la vida diaria ponía una carita tan hábilmente maquillada de pureza que cuando subía al escenario y se quitaba esa crema llamada disimulo, quedaba brutalmente al natural su expresión de veterana precoz. Quienes la conocían sólo superficialmente, podían creer que su aspecto teatral era lo que se, llama “composición del personajes, pero la verdad era que ella componía un solo personaje, el de Ana Silvestre, cuando se encontraba fuera de la escena. Yo que seguí palmo a palmo toda su carrerita, le puedo asegurar que Mariana estaba más hecha para el cinismo que para la introspección. Se burlaba de las más célebres seriedades del mundo, tales como la Iglesia, la Patria, la Madre y la Democracia. Recuerdo que una noche en la casa de Punta Carreta (para ser exacto, el 3 de febrero de 1958), le dio por organizar una especie de misa profana (“misa gris” la llamaba ella) y de rodillas y con perfecto impudor, se puso a rezar: “Déjanos caer en la tentación. “ Yo creo que se le fue la mano. Por lo menos, puedo asegurarle que allí empezó su claudicación, su lamentable frustración actual. Porque Dios —¿me entiende?— le tomó la palabra: la dejó caer en la tentación. Usted dirá qué tentaciones, si ya las sabía todas. Pero déjeme contarle, déjeme contarle. El conjunto de Olascoaga estaba ensayando una obrita de autor nacional, en aquel año que fue la epidemia debido a la subvención de Teatros Municipales. Feliz de usted que no asistió a ese auge. Había autores nacionales para regalar. Una vez éramos seis en lo de Chocho, y de los seis, cinco eran autores nacionales. Qué barbaridad. Sólo yo conservé el invicto. Bueno, la obra que ensayaba “Telón de fondo” no era precisamente de las peores. Creo, incluso, que sacó el Tercer Premio en las Jornadas. Tenía un airecito sentimental que tocó a los críticos directamente en el sistema circulatorio. Le soy franco y le confieso que no me acuerdo del planteo, ni del nudo ni —menos que menos— del desenlace. Pero sí me acuerdo de la figura central: una muchacha abonada a la pureza. El autor (¿sabe quién es? Edmundo Soria, hoy abogado y orador, dicen que se levantó económicamente con su campaña anticomunista; un ingenuo, en fin) bueno, Soria había abrumado a su protagonista con la calamidad universal. Moría el padre y ella era pura; el padrastro le pegaba y ella seguía pura; el novio la insultaba y ella seguía pura; la echaban del empleo y ella seguía pura; la agarraba una patota y ella seguía pura. Insoportable, lo que se dice insoportable. Al final moría, yo creo que de pureza. Puede ser que yo le haga la sinopsis con cierta mala leche, porque la verdad es que me dio relativa bronca que la pieza cayera bien y que algunos exigentes que yo conozco como si los hubiera barrido, justificaran a Soria con el raquítico argumento de que “cuando uno se propone hacer un melodrama, hay que meterse en él hasta el pescuezo”. La verdad es que sin Mariana la pieza hubiera sido un desastre sin levante. Pero déjeme contarle. El papel de la pura no lo iba a hacer Mariana, qué esperanza. Durante tres meses había ensayado Alma Fuentes (nombre verdadero: Natalia Klappenbach) con un fervor y una memoria envidiables. Tres días antes del estreno, Almita cayó con rubéola y Olascoaga se enfrentó a un problema que más que artístico era de conformes. Había pagado por adelantado la mitad del arrendamiento de la Sala Colón únicas tres semanas libres en todo el invierno— y no era cuestión de suspender la temporada. Yo estaba allí la tarde en que Olascoaga reunió al elenco e hizo esta pregunta de emergencia: “¿Quién de ustedes, muchachas, es capaz de hacer el sacrificio de aprenderse el papel de aquí al viernes y, con eso, salvar nuestras finanzas?” Cuando las siete preciosas recién empezaban los mutuos sondeos visuales, ya Mariana había respondido: “Yo ya me sé la letra. “ “¿Vos? saltó Olascoaga, con un estupor que era casi bronca. Lo miré y me di cuenta de qué estaba pensando: ¿cómo meter a la eterna ramera del elenco en un papel de pura sin claudicaciones? Pero también miré la cara de Mariana y vi que allí había empezado una transformación. Esta vez tenía una expresión, no le diré limpia, pero sí de ganas de limpiarse. Creo que Olascoaga vio lo mismo que yo, porque le dijo: “¿Verdaderamente te animás?” “Me animo”, contestó ella. Y cómo se animó. Desde la primera noche, fue la revelación. Yo no podía creer lo que veía. Con decirle que sólo le faltaba el halo. Una santa, lo que se dice una santa. Cuando la agarraba la patota, daban ganas de fusilarlos. Criminales. Cuando el novio la insultaba, alguien llegó a gritar en la tertulia: “Morite, bestia.” No importaba que el diálogo fuera idiota; ella le inyectaba una fuerza tan conmovedora que hasta yo lagrimeaba en las escenas de bravura. Cuando, al final de la segunda semana, Almita la vio estás absolutamente descartadas le había dicho Olascoaga después de prometerle Fedra) tuvo un ataque de nervios y con razón; fíjese que la envidia le hacía temblar el pómulo izquierdo y el párpado derecho. Pobre Almita. Pero la gran sorpresa fue al final de la temporada (gracias al éxito frenético, se había extendido a seis semanas). La noche misma de la última función, cuando el telón todavía estaba cayendo, Mariana anunció que dejaba el teatro. Todos largaron la risa; todos, menos yo y Olascoaga. Nosotros sabíamos que era cierto. Nada más que para cumplir, Olascoaga inquirió el porqué. “Éste fue mi papel”,'dijo ella, sonriendo, con su nueva cara de ángel. “No quiero hacer ningún otro en el teatro. “ Y agregó después, en voz tan baja que parecía estar hablando para ella sola: “Ni tampoco en la vida. “ ¿Se da cuenta? Lo que le dije: Dios se había vengado. (Epa, más whisky no. Bueno, ponga otro poquito. Pero definitivamente el último. Acuérdese del hielo. Gracias.) Sí señor, Dios se había vengado. La dejó caer en la tentación. Pero en la tentación del bien, que era la única que le faltaba. Desde entonces, nunca más. Se acabaron las festicholas. Se acabó el relajo. Hasta dejó la casa de la tía. Ahora lee una barbaridad. Escucha música, Mozart incluido. Hasta estudia guitarra. Se volvió buena, qué desastre. Lo peor es que creo que está convencida, así que ya no tiene salvación. Hace una semana la encontré en el Cordón y la invité a tomar un cafecito, bueno un cafecito ella y yo una grapa, porque tenía curiosidad de oírla hablar así, sin público, cara a cara conmigo que me la sé de memoria y ella lo sabe. Y bueno, lo que me dijo? “Soy otra, Tito, ¿podés creerlo? Antes de la obra de Soria, yo no le había tomado el gusto al lado bueno de las cosas, nunca había probado a sentirme pura, a sentirme generosa, a sentirme sencilla. Pero cuando me puse el personaje de Soria como quien se pone un vestido de confección al que no es necesario hacer ningún arreglo, sentí que ésa era mi medida. Mirá, tampoco era un vestido. Era más bien como si me pusiera mi destino, ¿entendés? Y desde ese momento supe que estaba conquistada, ganada o perdida, llamale como quieras, pero que nunca más podría volver a ser lo que había sido. Cuando aprendí la letra, antes de la enfermedad de Almita, lo hice para burlarme, porque tenía el propósito de parodiarla en cualquiera de nuestras sesiones. Pero cuando vi la posibilidad de decir yo aquellas palabras, de figurarme que yo era así, tuve valor suficiente como para aferrarme a ella. Y cuando subí al escenario y las dije, te juro, Tito, que era yo misma la que hablaba, te juro que nunca había dicho cosas tan mías como esas palabras ajenas que alguien me había dictado. “Y después, agárrese bien, la revelación: “Estoy de novia, ¿sabés? No hagas ese gesto, Tito. Vos no podés convencerte de que ahora soy otra, pero yo sí lo sé, estoy segura. Es un argentino, de padres holandeses. Tiene lentes y parece que te mira hasta el alma, pero a mí no me importa porque ahora mi alma está limpia. No sabe nada de mi vida de antes. Sólo sabe de ésta que soy ahora y así le gusto. Yo no quiero que se entere, ¿sabés por qué? Porque soy otra. Es rubio y tiene cara de bueno. Yo no le miento, no le engaño, porque verdaderamente soy otra. Mide como dos metros, así que anda siempre como agachándose. Es un encanto. Tiene las manos largas y los dedos finos. Vino hace tres meses y se va dentro de dos. Lo principal es que me lleva con él y estoy salvada. No hay necesidad de que le cuente lo de antes, porque no es fuerte, no aguantaría el golpe... Vamos a vivir en Rotterdam. Y Rotterdam está lejos de Punta Carreta. Además, Dios está de mi parte. ¿Te das cuenta, Tito? “ Lloraba la imbécil, pero lo peor era que lloraba de contenta, qué calamidad. Está más delgada, se le ha ondeado el pelo, qué sé yo. Ni siquiera tuve valor para darle la ritual palmadita en la nalga, como ha sido siempre nuestra despedida. Le confieso que estoy desorientado. Lo único que quisiera saber es quién es el imbécil que se la lleva a Rotterdam. Alto, rubio, de lentes. Manos largas, dedos finos. Como agachándose. Qué chiste, igual a usted. No me diga que... ¡Lo que faltaba! Ahora sí que está bueno. ¡Lo que faltaba! Usted tiene la culpa por hacerme tomar cuatro whiskies seguidos. Y su nombre es Van Daalhoff. Claro como el agua. Perdone por lo de imbécil. ¿Qué se va a hacer? Ahora ya no tiene arreglo. Pobre Mariana. Reconozca por lo menos que Dios no estaba de su parte.
(Montevideanos, 1959)
¿Van Daalhof? Mucho gusto. ¿Así que Arcosa le dio mi teléfono? ¿Está bien el hombre? Hace años que no lo veo. Aquí en la tarjeta dice que usted quiere tema para un cuento y que a él le parece que yo puedo ayudarlo. Bueno, no hace falta decirlo: siempre que pueda, encantado. Los amigos de Arcosa, son mis amigos. ¿Ana Silvestre dijo? Seguro que la conozco. Lo menos desde 1944. Ahora está de novia. Qué cosita. Cómo no que hay tema para un cuento. Pero, eso sí, cámbiele el nombre. Además, usted no es de aquí. Lo publicará en su país, claro. Mejor, mucho mejor. Ana Silvestre. Como nombre de teatro, no me gusta. Nunca pude explicarme por qué no quiso conservar su nombre verdadero: Mariana Larravide. (Con hielo y soda, por favor.) En 1944 era lo que se dice una nena: diecisiete años. Siempre fiacucha, inquieta, despeinada, pero ya en aquella época tenía algo, algo que ponía nerviosos a los muchachos e incluso a los más veteranos, como yo. ¿Cuántos años me da? No se pase, no se pase. Anteayer cumplí cuarenta y ocho, sí señor. Escorpión y a mucha. honra. Sí, hace dieciséis años Mariana era una nenita. Lo mejor que tuvo siempre fueron los ojos. Oscuros, bien oscuros. Muy inocentes, mientras estuvo en la etapa inocente. Y muv depravados, en la otra. En esa época era todavía estudiante de Preparatorios. De Derecho, naturalmente. Estudiaba con los hermanos Zúñiga, el pardo Aristimuño, Elvira Roca y la bombita Anselmi. Eran inseparables, un grupito verdaderamente unido. Venían los seis por la vereda y usted tenía que bajarse, porque ellos no se abrían ni a garrote. Yo los conocía bien, porque era amigo de Arriaga, un profesor de filosofía al que la botijada veneraba como un dios, porque era campechano y venía a las clases en motocicleta. Así hasta que se escrachó, en Capurro y Dragones, contra un tranvía 22 que lo envió al Maciel con una pierna rota y otra también, Jubilándolo para siempre del donjuanismo activo. Pero en ese entonces Arriaga ni soñaba con las muletas. A veces se sentaba conmigo en el café y veíamos entrar y salir a la barra dándose empujoncitos y gritándose chistes idiotas, de esos que sólo hacen reír cuando se está en la edad de los granos. Yo me daba cuenta de que Arriaga le tenía tinas ganas bárbaras a Mariana, pero ella no le daba ni cero cinco en el terreno que a él le interesaba. Lo admiraba como profesor y nada más. Elvira Roca y la bombita Anselmi, un año mayores que ella, ya se acostaban con todo el mundo, pero Mariana se mantenía incólume, deliberadamente confinada a la camaradería y sus coqueteos sin mil¡tancia. Debe haber sido la virginidad más publicitaria del Mundo Libre. Hasta los mozos de café tenían conciencia de que le servían el cortado a una virgen. Lo más notable era que ella declaraba no tener prejuicios; simplemente, no se sentía impulsada hacia la peripecia sexual. Le aseguro que, considerando que no se sentía impulsada, se las arreglaba bastante bien para hacerse mirar, mediante escotes abismales, y estratégicos cruces de piernas. Nunca se pudo saber quién fue el primero. La bombita Anselmi desparramó la noticia de que había sido un adscripto del Vázquez, pero éste, que se llamaba —fíjese usted lo que son las coincidencias— precisamente Vázquez, una noche que tenía unas cuantas copas encima, confesó que había sido el segundo. (Gracias. Y otro cubito. Ahí está.) En realidad, para el placé había varios candidatos, yo entre ellos. Lo que pasaba era que Mariana le decía a todos que, antes de esa caída, sólo había habido “un hombre en su vida”. Y uno se quedaba contento, de puro imbécil que era, porque allí ser segundón era casi lo mismo que ser pionero, y todo eso sin las desventajas del estreno. Una cosa hay que reconocer y es que Mariana siempre tuvo un estilo propio. Para la inocencia y para el relajo. Para la farra y para la tristeza. Gozaba de absoluta libertad, porque los padres estaban en Santa Clara de Olimar y ella vivía aquí con una tía que tiene por cierto su pasado glorioso. La casa era en Punta Carreta, cerca de la cárcel. Uno de esos conglomerados de Bello y Reborati, que siempre me hicieron acordar a un juego de armar casitas que tuve cuando botija. La tía se pasaba las semanas en Buenos Aires y Mariana quedaba como dueña y señora de la casa, con su enorme surtido de balconcitos y corredores. Era la ocasión de armar soberbias festicholas, con grapa, amores y discoteca. Arriaga era un habitué de esas reuniones y yo empecé a ir como invitado suyo. Por ese entonces a mí me gustaba la bombita Anselmi, que en el tercer san martín seco se ponía sentimental y había que consolarla de apuro en el altillo. Pensar que en esa época era un bibeló, todo— lo redondita que se precisa, y hoy, como digna esposa del edil Rebollo, tiene unas cataplasmas que fueron, tiempo ha, soberbios pectorales. Bueno, pero a eso iba. Muchos de los asistentes a esos carnavalitos privados, se divertían con un solemne sentido del deber. Era una fiesta y había que gritar. Era un baile y había que bailar. Era una jauja y había que reír. Todo previsto. Pero Mariana, que en esa etapa ya no era una nena, no nos esperaba con la risa puesta, no señor. Cuando llegábamos siempre estaba seria, como si la idea no hubiera sido suya y la estuviéramos obligando a divertirse. Pero nosotros la conocíamos: sabíamos que necesitaba crearse un clima, entrar lentamente en caja. El menor de los Zúñiga decía un chiste intelectual, de esos tan rebuscados que cuando uno pesca el resorte, ya le vino el bostezo de tanto esperar; el pardo Aristimuño, como es de Bella Unión, contaba anécdotas de la frontera; Elvira Roca empezaba a tener calor y se sacaba la blusa y compañía; Arriaga, que había seguido cursos de fonética e impostación, recitaba cultísimas indecencias de la antigüedad clásica, y así Mariana empezaba a alegrarse de a poco, con verdadero ritmo, riendo sobre seguro. Fue Raimundo Ortiz, huésped de honor de uno de tales jolgorios, quien, asistiendo a ese ascenso progresivo de lo que él, como buen hombre de teatro, llamaba el clímax, le propuso a Mariana que ingresara en su conjunto “La Bambalina”, de teatro independiente. Qué ojo. Desde el pique —me parece recordar que debutó en una obrita de O'Neill Mariana fue la favorita de los críticos, que en ese entonces eran pocos pero malos. Ortiz primero, y después Olascoaga cuando ella se fue de “La Bambalina” para Telón de fondo”, con motivo de los arañazos que le dio la Beba Goñi la noche en que Mariana le arrebató el papel de Ramera IV en una obra que entonces era de vanguardia y hoy es demodé) explotaron el filón y la hicieron representar todos los papeles de putitas de que dispone el repertorio universal. Le juro que, sobre el escenario, parecía extraída del Blue Star” o del “Atlantic”: el mismo paso, las mismas caídas de ojos, el mismo ritmo de las caderas. (Gracias, todavía tengo en el vaso. Bueno, agréguele, ya que insiste. No se me olvide del cubito. Macanudo.) Nunca le daban papeles románticos o de característica; tampoco ella los reclamaba. Representando el papel de Prostituta (que es, después de Yerma, el más codiciado por las actrices con temperamento) se sentía segura y a sus anchas. En la vida diaria ponía una carita tan hábilmente maquillada de pureza que cuando subía al escenario y se quitaba esa crema llamada disimulo, quedaba brutalmente al natural su expresión de veterana precoz. Quienes la conocían sólo superficialmente, podían creer que su aspecto teatral era lo que se, llama “composición del personajes, pero la verdad era que ella componía un solo personaje, el de Ana Silvestre, cuando se encontraba fuera de la escena. Yo que seguí palmo a palmo toda su carrerita, le puedo asegurar que Mariana estaba más hecha para el cinismo que para la introspección. Se burlaba de las más célebres seriedades del mundo, tales como la Iglesia, la Patria, la Madre y la Democracia. Recuerdo que una noche en la casa de Punta Carreta (para ser exacto, el 3 de febrero de 1958), le dio por organizar una especie de misa profana (“misa gris” la llamaba ella) y de rodillas y con perfecto impudor, se puso a rezar: “Déjanos caer en la tentación. “ Yo creo que se le fue la mano. Por lo menos, puedo asegurarle que allí empezó su claudicación, su lamentable frustración actual. Porque Dios —¿me entiende?— le tomó la palabra: la dejó caer en la tentación. Usted dirá qué tentaciones, si ya las sabía todas. Pero déjeme contarle, déjeme contarle. El conjunto de Olascoaga estaba ensayando una obrita de autor nacional, en aquel año que fue la epidemia debido a la subvención de Teatros Municipales. Feliz de usted que no asistió a ese auge. Había autores nacionales para regalar. Una vez éramos seis en lo de Chocho, y de los seis, cinco eran autores nacionales. Qué barbaridad. Sólo yo conservé el invicto. Bueno, la obra que ensayaba “Telón de fondo” no era precisamente de las peores. Creo, incluso, que sacó el Tercer Premio en las Jornadas. Tenía un airecito sentimental que tocó a los críticos directamente en el sistema circulatorio. Le soy franco y le confieso que no me acuerdo del planteo, ni del nudo ni —menos que menos— del desenlace. Pero sí me acuerdo de la figura central: una muchacha abonada a la pureza. El autor (¿sabe quién es? Edmundo Soria, hoy abogado y orador, dicen que se levantó económicamente con su campaña anticomunista; un ingenuo, en fin) bueno, Soria había abrumado a su protagonista con la calamidad universal. Moría el padre y ella era pura; el padrastro le pegaba y ella seguía pura; el novio la insultaba y ella seguía pura; la echaban del empleo y ella seguía pura; la agarraba una patota y ella seguía pura. Insoportable, lo que se dice insoportable. Al final moría, yo creo que de pureza. Puede ser que yo le haga la sinopsis con cierta mala leche, porque la verdad es que me dio relativa bronca que la pieza cayera bien y que algunos exigentes que yo conozco como si los hubiera barrido, justificaran a Soria con el raquítico argumento de que “cuando uno se propone hacer un melodrama, hay que meterse en él hasta el pescuezo”. La verdad es que sin Mariana la pieza hubiera sido un desastre sin levante. Pero déjeme contarle. El papel de la pura no lo iba a hacer Mariana, qué esperanza. Durante tres meses había ensayado Alma Fuentes (nombre verdadero: Natalia Klappenbach) con un fervor y una memoria envidiables. Tres días antes del estreno, Almita cayó con rubéola y Olascoaga se enfrentó a un problema que más que artístico era de conformes. Había pagado por adelantado la mitad del arrendamiento de la Sala Colón únicas tres semanas libres en todo el invierno— y no era cuestión de suspender la temporada. Yo estaba allí la tarde en que Olascoaga reunió al elenco e hizo esta pregunta de emergencia: “¿Quién de ustedes, muchachas, es capaz de hacer el sacrificio de aprenderse el papel de aquí al viernes y, con eso, salvar nuestras finanzas?” Cuando las siete preciosas recién empezaban los mutuos sondeos visuales, ya Mariana había respondido: “Yo ya me sé la letra. “ “¿Vos? saltó Olascoaga, con un estupor que era casi bronca. Lo miré y me di cuenta de qué estaba pensando: ¿cómo meter a la eterna ramera del elenco en un papel de pura sin claudicaciones? Pero también miré la cara de Mariana y vi que allí había empezado una transformación. Esta vez tenía una expresión, no le diré limpia, pero sí de ganas de limpiarse. Creo que Olascoaga vio lo mismo que yo, porque le dijo: “¿Verdaderamente te animás?” “Me animo”, contestó ella. Y cómo se animó. Desde la primera noche, fue la revelación. Yo no podía creer lo que veía. Con decirle que sólo le faltaba el halo. Una santa, lo que se dice una santa. Cuando la agarraba la patota, daban ganas de fusilarlos. Criminales. Cuando el novio la insultaba, alguien llegó a gritar en la tertulia: “Morite, bestia.” No importaba que el diálogo fuera idiota; ella le inyectaba una fuerza tan conmovedora que hasta yo lagrimeaba en las escenas de bravura. Cuando, al final de la segunda semana, Almita la vio estás absolutamente descartadas le había dicho Olascoaga después de prometerle Fedra) tuvo un ataque de nervios y con razón; fíjese que la envidia le hacía temblar el pómulo izquierdo y el párpado derecho. Pobre Almita. Pero la gran sorpresa fue al final de la temporada (gracias al éxito frenético, se había extendido a seis semanas). La noche misma de la última función, cuando el telón todavía estaba cayendo, Mariana anunció que dejaba el teatro. Todos largaron la risa; todos, menos yo y Olascoaga. Nosotros sabíamos que era cierto. Nada más que para cumplir, Olascoaga inquirió el porqué. “Éste fue mi papel”,'dijo ella, sonriendo, con su nueva cara de ángel. “No quiero hacer ningún otro en el teatro. “ Y agregó después, en voz tan baja que parecía estar hablando para ella sola: “Ni tampoco en la vida. “ ¿Se da cuenta? Lo que le dije: Dios se había vengado. (Epa, más whisky no. Bueno, ponga otro poquito. Pero definitivamente el último. Acuérdese del hielo. Gracias.) Sí señor, Dios se había vengado. La dejó caer en la tentación. Pero en la tentación del bien, que era la única que le faltaba. Desde entonces, nunca más. Se acabaron las festicholas. Se acabó el relajo. Hasta dejó la casa de la tía. Ahora lee una barbaridad. Escucha música, Mozart incluido. Hasta estudia guitarra. Se volvió buena, qué desastre. Lo peor es que creo que está convencida, así que ya no tiene salvación. Hace una semana la encontré en el Cordón y la invité a tomar un cafecito, bueno un cafecito ella y yo una grapa, porque tenía curiosidad de oírla hablar así, sin público, cara a cara conmigo que me la sé de memoria y ella lo sabe. Y bueno, lo que me dijo? “Soy otra, Tito, ¿podés creerlo? Antes de la obra de Soria, yo no le había tomado el gusto al lado bueno de las cosas, nunca había probado a sentirme pura, a sentirme generosa, a sentirme sencilla. Pero cuando me puse el personaje de Soria como quien se pone un vestido de confección al que no es necesario hacer ningún arreglo, sentí que ésa era mi medida. Mirá, tampoco era un vestido. Era más bien como si me pusiera mi destino, ¿entendés? Y desde ese momento supe que estaba conquistada, ganada o perdida, llamale como quieras, pero que nunca más podría volver a ser lo que había sido. Cuando aprendí la letra, antes de la enfermedad de Almita, lo hice para burlarme, porque tenía el propósito de parodiarla en cualquiera de nuestras sesiones. Pero cuando vi la posibilidad de decir yo aquellas palabras, de figurarme que yo era así, tuve valor suficiente como para aferrarme a ella. Y cuando subí al escenario y las dije, te juro, Tito, que era yo misma la que hablaba, te juro que nunca había dicho cosas tan mías como esas palabras ajenas que alguien me había dictado. “Y después, agárrese bien, la revelación: “Estoy de novia, ¿sabés? No hagas ese gesto, Tito. Vos no podés convencerte de que ahora soy otra, pero yo sí lo sé, estoy segura. Es un argentino, de padres holandeses. Tiene lentes y parece que te mira hasta el alma, pero a mí no me importa porque ahora mi alma está limpia. No sabe nada de mi vida de antes. Sólo sabe de ésta que soy ahora y así le gusto. Yo no quiero que se entere, ¿sabés por qué? Porque soy otra. Es rubio y tiene cara de bueno. Yo no le miento, no le engaño, porque verdaderamente soy otra. Mide como dos metros, así que anda siempre como agachándose. Es un encanto. Tiene las manos largas y los dedos finos. Vino hace tres meses y se va dentro de dos. Lo principal es que me lleva con él y estoy salvada. No hay necesidad de que le cuente lo de antes, porque no es fuerte, no aguantaría el golpe... Vamos a vivir en Rotterdam. Y Rotterdam está lejos de Punta Carreta. Además, Dios está de mi parte. ¿Te das cuenta, Tito? “ Lloraba la imbécil, pero lo peor era que lloraba de contenta, qué calamidad. Está más delgada, se le ha ondeado el pelo, qué sé yo. Ni siquiera tuve valor para darle la ritual palmadita en la nalga, como ha sido siempre nuestra despedida. Le confieso que estoy desorientado. Lo único que quisiera saber es quién es el imbécil que se la lleva a Rotterdam. Alto, rubio, de lentes. Manos largas, dedos finos. Como agachándose. Qué chiste, igual a usted. No me diga que... ¡Lo que faltaba! Ahora sí que está bueno. ¡Lo que faltaba! Usted tiene la culpa por hacerme tomar cuatro whiskies seguidos. Y su nombre es Van Daalhoff. Claro como el agua. Perdone por lo de imbécil. ¿Qué se va a hacer? Ahora ya no tiene arreglo. Pobre Mariana. Reconozca por lo menos que Dios no estaba de su parte.
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