Qué modesto es el cuento! ¡Cuánta sencillez en sus maneras! Toma asiento discretamente, con los ojos bajos, como si intentara pasar inadvertido. Y si pudiera llamar la atención de algún modo, diría rápidamente, con una valiente y tímida voz de leve autoescarnio, al tanto de todas las posibilidades de la decepción: "Mira, yo no soy una novela.
(Ilustración de Matías Bergara)
Ni siquiera una novela corta. Si eso es lo que estás buscando, no me necesitas". Rara vez una forma ha dominado tanto a otra. Y entendemos, asentimos en señal de complicidad: aquí, en Estados Unidos, el tamaño es poder.
La novela es el Wal-Mart, el increíble Hulk, el 747 de la literatura. La novela es insaciable: quiere devorar al mundo. ¿Qué es lo que queda para el pobre cuento? Puede cultivar su jardín, practicar la meditación, regar los geranios en las ventanas. Puede tomar un curso de escritura creativa de no ficción. Puede hacer cualquier cosa con tal de que no olvide su lugar, con tal de que permanezca inmóvil y fuera del camino. "¡Epa, epa!", grita la novela, "¡aquí vengo!". El cuento siempre está buscando refugio. La novela compra toda la tierra, corta los árboles, construye los condominios. El cuento va saltando por el jardín, se apretuja bajo la cerca. (…)
La novela difícilmente puede contenerse a sí misma. Después de todo, ¿qué diferencia hace? Es puro bla, bla, bla. Lo que a la novela le preocupa es la vastedad, el poder. Muy en el fondo de su corazón desprecia al cuento, que ocupa tan poco. No tiene disposición para la austeridad del cuento, para su poco apetito, para sus negativas y renuncias. La novela quiere cosas. Quiere territorio. Quiere abarcar el mundo. La perfección es el consuelo de aquellos que no tienen nada más.
Mucho mejor para el cuento. Modesto en sus pretensiones, tímidamente orgulloso de sus pequeñas virtudes, un poquito ansioso en relación con su desfachatado rival, se contenta con sentarse en la fila de atrás y dejar que la novela se haga con el mundo. Y sin embargo, sin embargo… Esa pose tan modesta, esas miraditas de reojo, ¿no contienen un toque de astucia? ¿Podría ser que el tímido cuento se atreva a tener expectativas propias? Si es así, nunca las admitirá de frente, debido a un constante hábito de secretismo alimentado por la opresión. En un mundo regido por novelas presuntuosas, la pequeñez ha aprendido a buscar su camino con cautela. Debemos intuir su secreto. Imagino al cuento albergando un deseo. Lo imagino diciéndole a la novela: "Puedes tenerlo todo… todo…; lo único que yo pido es un grano de arena". La novela, con un indiferente encogimiento de hombros, un encogimiento jovial pero despreciativo, concede el deseo.
Pero el grano de arena es la puerta de escape del relato. El grano de arena es su salvación. Tomo el ejemplo de William Blake: "Ver un mundo en un grano de arena". Piensen en ello: el mundo en un grano de arena. Lo que es decir: cada parte del mundo, no importa lo pequeña que sea, contiene al mundo por entero. O para plantearlo de otra forma: si pones tu atención en alguna, aparentemente, insignificante parte porción del mundo, encontrarás, muy al fondo, nada menos que al mundo mismo. En ese solo grano de arena descansa la playa que contiene al grano de arena. En ese solo grano de arena descansa el océano que golpea la playa, la nave que surca el océano, el sol que ilumina la nave, las tormentas interestelares, una cuchara de té en Kansas, la estructura del universo. Y ahí tienes la ambición del cuento, la terrible ambición que yace tras su fraudulenta modestia: encarnar sucesivamente al mundo entero. (…)
La novela quiere arrasar todo con su poderoso abrazo -orillas, montañas, continentes. Pero nunca tendrá éxito, pues el mundo es mucho más vasto que una novela, el mundo huye a cada momento. La novela salta sin descanso de un lugar a otro, siempre hambrienta, siempre insatisfecha, siempre temerosa de llegar a su fin -porque cuando se detenga, exhausta pero nunca en paz, el mundo se le habrá escapado. El cuento se concentra en su grano de arena, en la fiera creencia de que ahí - justo ahí, en la palma de su mano- yace el universo. Busca reconocer al grano de arena de la misma manera que un amante busca conocer el rostro del amado. Busca el momento en que el grano de arena revele su verdadera naturaleza. En ese momento de mística expansión, cuando la macrocósmica flor brota de la microcósmica semilla, el cuento siente su poder. Es más grande que él mismo. Y se vuelve aún más grande que la novela. Se vuelve tan grande como el universo. Ahí dentro reside la inmodestia del cuento, su secreta agresión. Su método es la revelación. Su pequeñez es el agente de su poder.
El autor
Steven Millhauser nació en 1943 en Nueva York, creció en Connecticut, y estudió en la Universidad de Columbia y en la Universidad Brown. Obtuvo el premio Pulitzer de 1997 con su novela Martin Dressler. Historia de un soñador americano. Otros libros: Edwin Mullhouse(1972), El museo Barnum (1990), Pequeños reinos (1993), Risas peligrosas(cuentos, 2008). El texto de esta página fue publicado por primera vez en el New York Times, y traducido por la revista El Malpensante.
(Ilustración de Matías Bergara)
Ni siquiera una novela corta. Si eso es lo que estás buscando, no me necesitas". Rara vez una forma ha dominado tanto a otra. Y entendemos, asentimos en señal de complicidad: aquí, en Estados Unidos, el tamaño es poder.
La novela es el Wal-Mart, el increíble Hulk, el 747 de la literatura. La novela es insaciable: quiere devorar al mundo. ¿Qué es lo que queda para el pobre cuento? Puede cultivar su jardín, practicar la meditación, regar los geranios en las ventanas. Puede tomar un curso de escritura creativa de no ficción. Puede hacer cualquier cosa con tal de que no olvide su lugar, con tal de que permanezca inmóvil y fuera del camino. "¡Epa, epa!", grita la novela, "¡aquí vengo!". El cuento siempre está buscando refugio. La novela compra toda la tierra, corta los árboles, construye los condominios. El cuento va saltando por el jardín, se apretuja bajo la cerca. (…)
La novela difícilmente puede contenerse a sí misma. Después de todo, ¿qué diferencia hace? Es puro bla, bla, bla. Lo que a la novela le preocupa es la vastedad, el poder. Muy en el fondo de su corazón desprecia al cuento, que ocupa tan poco. No tiene disposición para la austeridad del cuento, para su poco apetito, para sus negativas y renuncias. La novela quiere cosas. Quiere territorio. Quiere abarcar el mundo. La perfección es el consuelo de aquellos que no tienen nada más.
Mucho mejor para el cuento. Modesto en sus pretensiones, tímidamente orgulloso de sus pequeñas virtudes, un poquito ansioso en relación con su desfachatado rival, se contenta con sentarse en la fila de atrás y dejar que la novela se haga con el mundo. Y sin embargo, sin embargo… Esa pose tan modesta, esas miraditas de reojo, ¿no contienen un toque de astucia? ¿Podría ser que el tímido cuento se atreva a tener expectativas propias? Si es así, nunca las admitirá de frente, debido a un constante hábito de secretismo alimentado por la opresión. En un mundo regido por novelas presuntuosas, la pequeñez ha aprendido a buscar su camino con cautela. Debemos intuir su secreto. Imagino al cuento albergando un deseo. Lo imagino diciéndole a la novela: "Puedes tenerlo todo… todo…; lo único que yo pido es un grano de arena". La novela, con un indiferente encogimiento de hombros, un encogimiento jovial pero despreciativo, concede el deseo.
Pero el grano de arena es la puerta de escape del relato. El grano de arena es su salvación. Tomo el ejemplo de William Blake: "Ver un mundo en un grano de arena". Piensen en ello: el mundo en un grano de arena. Lo que es decir: cada parte del mundo, no importa lo pequeña que sea, contiene al mundo por entero. O para plantearlo de otra forma: si pones tu atención en alguna, aparentemente, insignificante parte porción del mundo, encontrarás, muy al fondo, nada menos que al mundo mismo. En ese solo grano de arena descansa la playa que contiene al grano de arena. En ese solo grano de arena descansa el océano que golpea la playa, la nave que surca el océano, el sol que ilumina la nave, las tormentas interestelares, una cuchara de té en Kansas, la estructura del universo. Y ahí tienes la ambición del cuento, la terrible ambición que yace tras su fraudulenta modestia: encarnar sucesivamente al mundo entero. (…)
La novela quiere arrasar todo con su poderoso abrazo -orillas, montañas, continentes. Pero nunca tendrá éxito, pues el mundo es mucho más vasto que una novela, el mundo huye a cada momento. La novela salta sin descanso de un lugar a otro, siempre hambrienta, siempre insatisfecha, siempre temerosa de llegar a su fin -porque cuando se detenga, exhausta pero nunca en paz, el mundo se le habrá escapado. El cuento se concentra en su grano de arena, en la fiera creencia de que ahí - justo ahí, en la palma de su mano- yace el universo. Busca reconocer al grano de arena de la misma manera que un amante busca conocer el rostro del amado. Busca el momento en que el grano de arena revele su verdadera naturaleza. En ese momento de mística expansión, cuando la macrocósmica flor brota de la microcósmica semilla, el cuento siente su poder. Es más grande que él mismo. Y se vuelve aún más grande que la novela. Se vuelve tan grande como el universo. Ahí dentro reside la inmodestia del cuento, su secreta agresión. Su método es la revelación. Su pequeñez es el agente de su poder.
El autor
Steven Millhauser nació en 1943 en Nueva York, creció en Connecticut, y estudió en la Universidad de Columbia y en la Universidad Brown. Obtuvo el premio Pulitzer de 1997 con su novela Martin Dressler. Historia de un soñador americano. Otros libros: Edwin Mullhouse(1972), El museo Barnum (1990), Pequeños reinos (1993), Risas peligrosas(cuentos, 2008). El texto de esta página fue publicado por primera vez en el New York Times, y traducido por la revista El Malpensante.
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