MÉXICO, D.F.-Hace unos veinte años oí a la agente literaria y matriarca de escritores Carmen Balcells hablar de un proyecto fabuloso relacionado con Barcelona y los libros. En los años siguientes, siguió hablando de él, mientras lo pulía y redondeaba, a la vez que, utilizando todas las artes y técnicas de que es capaz (y que son poco menos que infinitas), trataba de convencer a las autoridades de la Generalitat de que lo pusieran en marcha.
El proyecto consistía nada menos que en convertir todos los antiguos cuarteles de la Ciudad Condal en archivos y bibliotecas de escritores. Como Barcelona había sido en los años 70 la capital del "boom" y tierra privilegiada del reencuentro entre los escritores latinoamericanos y españoles, Carmen quería que los primeros archivos y bibliotecas que sentaran sus reales en los ex cuarteles fueran los de García Márquez, Cortázar, Fuentes, etcétera, y que poco a poco se les añadieran muchos otros, de España, Europa y el mundo entero. En unos años (diez, veinte o cincuenta), Barcelona se convertiría en una esplendorosa Ciudad de los Libros donde investigadores, bibliófilos, letra heridos y lectores de los cinco continentes acudirían a consultar, leer, e impartir seminarios y cursos sobre todas las literaturas contemporáneas.
Las autoridades catalanas no debieron ser muy receptivas al respecto, porque, con el paso de los años, Carmen Balcells fue refiriéndose cada vez menos al asunto hasta, un buen día, desistir de semejante sueño, por imposible.
Lo que nadie podía prever es que, años después, una idea equivalente, aunque de proporciones menos gigantescas, germinaría de pronto allende los mares, en la capital de México, gracias al empeño de una matriarca mexicana llamada Consuelo Sáizar Guerrero, tan iluminada y tan pragmática como Carmen Balcells (aunque tal vez menos apabullante), y que esta vez el proyecto se haría realidad, convirtiendo a México, D.F. en la sede de la más bella, original y creativa biblioteca del siglo XXI: La Ciudad de los Libros.
Está instalada en una fábrica de tabacos que se construyó a fines del siglo XVIII, en un área de 40.000 metros cuadrados, en el centro colonial de la ciudad. Fue también fábrica de armas, cárcel militar, hospital y cuartel. En 1946, José Vasconcelos la convirtió en la Biblioteca Nacional, que dirigió hasta su muerte. Luego, entiendo que hubo un largo paréntesis de inactividad en el desgastado local hasta que en 1987 el arquitecto Abraham Zabludovsky inició su rehabilitación.
La Ciudadela, inmenso y hermoso espacio, consta de patios, jardines y pabellones donde se han reunido las bibliotecas privadas de un puñado de escritores mexicanos -José Luis Martínez, Antonio Castro Leal, Jaime García Terrés, Alí Chumacero y Carlos Monsiváis- que suman, juntas, cerca de 350.000 volúmenes.
Cada biblioteca ha sido confiada a un grupo de arquitectos, artistas y decoradores que han reconstruido y ordenado las diferentes colecciones respetando la personalidad -los gustos, las manías, las fantasías y las ocurrencias- de sus antiguos dueños, y, al mismo tiempo, facilitando al máximo la accesibilidad de los libros y la comodidad de los lectores. No exagero si digo que todos estos edificios -muy diferentes uno del otro- son creaciones donde el buen gusto, lo funcional y lo grato de la atmósfera resultan extraordinariamente estimulantes para el quehacer intelectual. Sé por qué lo digo. Me he pasado la vida leyendo y escribiendo en las bibliotecas de todas las ciudades en las que he vivido y, con la excepción quizá de la antigua British Library -cuando estaba en el Museo Británico, antes de mudarse al mastodonte de St. Pancras- no recuerdo haber sentido tantas ganas de ponerme a trabajar (y hasta quedarme a vivir allí) como en las varias bibliotecas de la Ciudadela mexicana.
Nada más cierto que las bibliotecas retratan a sus dueños. Basta comparar el orden y el equilibrio de los 70.000 volúmenes que reunió el historiador, ensayista y crítico José Luis Martínez, con la atmósfera poética y ecléctica de García Terrés, o el alegre desorden y la curiosidad desenfrenada del agudo cronista de la cultura popular que fue Carlos Monsiváis. A la entrada del pabellón que alberga la biblioteca de este último recibe al visitante una fotografía con los ojos subyugantes de María Félix en la que la diva ha estampado una cariñosa dedicatoria a Monsiváis. El pintor Francisco Toledo ha alfombrado este local con un tapiz lleno de los gatos que aquel criaba y concebido un panel delicado y exótico con los lomos de los libros y una cabeza de pelusas de su viejo dueño, que los contempla con nostalgia.
Además de estos pabellones, hay otros, dedicados a los niños, a los bebes -sí, he dicho a los bebes y su local se llama ¡la bebeteca!- y a los ciegos (eufemísticamente bautizada Biblioteca para Débiles Visuales). Me quedé con las ganas de echar un vistazo a la misteriosa bebeteca; pero, en cambio, sí tuve tiempo de pasearme un buen rato en el pabellón de la puericia y sentirme niño otra vez, entre esos juguetes diseñados con personajes y lugares de cuentos de hadas y novelas de aventuras que van astutamente empujando la curiosidad de los precoces lectores hacia los libros en que aquellos juguetes se inspiran. Hay también un auditorio mil y una nochesco para los cuentacuentos.
Probablemente el más literario y original de todos estos pabellones sea la biblioteca de invidentes. La música es en ella tan importante como en la bella novela de Bruce Chatwin The Songlines, en la que el escritor describía el antiguo mundo de los aborígenes australianos como un fantástico recinto donde las fronteras entre las distintas etnias y comunidades no eran geográficas, sino musicales. En el interior de esta biblioteca, los espacios están delimitados por composiciones sonoras, cuyos autores han trabajado en su gestación con la asesoría de los propios invidentes. Éstos pueden dirigirse, guiados por la música, hacia los estantes o puntos de lectura que usualmente ocupan. La biblioteca no sólo dispone de una vasta colección de obras en braille, sino también de tabletas, cintas y discos de libros grabados que pueden ser escuchados en pequeñas cabinas individuales. Para aislar este pabellón de los ruidos de la calle hay, entre ésta y aquél, un jardín y un camino delimitado por aromas de flores y de árboles que guían al usuario desde la puerta de entrada de la Ciudadela hasta el pabellón, sin necesidad de lazarillos.
La licenciada Consuelo Sáizar Guerrero, presidenta de Conaculta (Consejo Nacional para la Cultura y las Artes), no hubiera podido materializar este formidable proyecto cultural si no hubiera recibido el apoyo (y los recursos) del gobierno del presidente saliente de México, Felipe Calderón. Como se atrevió a enfrentar al dragón del narcotráfico, guerra que ha hecho correr mucha sangre y mucho sufrimiento en su país, muchos juzgan negativamente la gestión de este gobernante. Yo creo que ha sido valiente, honrado y que ha contribuido decisivamente a la democratización del que es, ahora, el primer país hispanohablante del mundo. Y no creo equivocarme si digo que, una vez que pasen los años y se vayan desvaneciendo de la memoria histórica las violencias de estos años asociada al narcotráfico, la Ciudadela de los Libros seguirá allí, intacta, atrayendo cada vez más lectores, como un enclave de civilización invulnerable a la barbarie.
© LA NACION.
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