La autora de Harry Potter recurrió a un alias para publicar un policial, pero su secreto fue revelado. Pudor, marketing o divertimento entre los motivos para inventarse un alter ego
Al parecer, la escritora británica J.K. Rowling está muy enojada por la infidencia de uno de sus abogados que acabó desvelando vía Twitter que Robert Galbraith, autor de A Cuckoo's Calling, era en realidad la autora de la saga infantil más vendida de los últimos tiempos. El recurso a un seudónimo no es algo nuevo pero los motivos para refugiarse en el anonimato son muy diversos. Aunque la editorial negó que se tratase de una estrategia de ventas, lo cierto es que la novela, de la que sólo se habían vendido 1500 ejemplares, vivió un boom de demanda desde que se supo quién era su verdadera autora. Tal vez Rowling quiso probar si un libro suyo podía venderse sin la fama que ya acompaña su nombre. Operación fallida. Existen autores que escribieron toda su obra bajo un seudónimo –caso de Pablo Neruda (1904-1973) que vino al mundo como Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto o de Mark Twain (1835-1910), que en realidad se llamaba Samuel Langhorne Clemens- y otros que han usado alternativamente su nombre real y el de fantasía –Honoré de Balzac (1799-1850) firmó con un anagrama, Lord R’Hoone, algunas de sus primeras obras. Buenas y “malas” intenciones Muchos seudónimos son un engaño, pero éste puede ser inocente o no. En la primera categoría podríamos citar al célebre autor de policiales James Hadley Chase (1906-1985), quien eligió ese nombre para parecer tan norteamericano como las novelas negras que escribía (El secuestro de Miss Blandish, Con las mujeres nunca se sabe, Un ataúd desde Hong Kong), casi todas ambientadas en los Estados Unidos y para las cuales recurría a un diccionario de argot estadounidense. El hombre era en realidad británico, se llamaba René Babrazon Raymond, y también usó otros tres seudónimos: James L. Docherty, Ambrose Grant, y Raymond Marshall. En la segunda alternativa, el caso más audaz es el del escritor de origen ruso, nacionalizado francés, Romain Gary (1918-1980), Romain Kacew en la vida real, que logró engañar a la crítica y al público durante muchos años. La historia fue así: héroe de guerra, diplomático, casado con la bella actriz sueca Jean Seberg, autor consagrado en su país, y con varios de sus libros llevados al cine, había recibido también el premio mayor de las Letras francesas, el Goncourt, en el año 1954, por su novela Les racines du ciel (Las raíces del cielo). Pero, saciado, aburrido, o quizá deseoso de burlarse de los críticos que, en los años 60 y 70 lo consideraban “reaccionario” por su adhesión a Charles De Gaulle, el hecho es que se creó un alter ego, Emile Ajar, ultrasecreto. Su “doble” conoció también el éxito literario, al punto que en 1975 volvió a ganar el Goncourt (un premio que sólo puede recibirse una vez), por la novela La vie devant soi (La vida por delante). Todo París pedía conocer al ignoto autor de la obra premiada. Entonces, para sostener la superchería hasta el final, Gary encargó a un sobrino suyo, Paul Pavlowitch, hacer las veces de Emile Ajar, recibir los galardones, las críticas y los elogios. Interiormente se habrá reído en grande de quienes despreciaban su obra y en cambio se deshacían en elogios al “joven” Ajar. En 1980, lamentablemente, Gary se quitó la vida (como lo había hecho Jean Seberg unos años antes). Como parte de su testamento literario, les dejó a los franceses una verdad que causó conmoción: Emile Ajar y él eran la misma persona. “Adiós y gracias, me he divertido mucho”, escribió en su despedida. En nuestros días, es más difícil mantener el anonimato, dice Carmela Ciuraru, autora de un libro sobre la declinación del seudónimo -Nom de Plume: A (Secret) History of Pseudonyms, editado por HarperCollins- y el caso J.K.Rowling parece confirmar su tesis: “Con la explosión de la tecnología digital, las cosas se han salido de control: los fans claman por interacción, online y personal, con sus escritores favoritos, de los que a la vez se espera que tengan un blog, firmen autógrafos, y posen felices para los fotógrafos en eventos públicos”. Estrategias de venta Con frecuencia, el uso de un seudónimo ha sido una sugerencia de editores por motivos de marketing: un apellido inapropiado –excesivamente largo, difícil de pronunciar o con connotaciones extranjeras- o un autor demasiado prolífico que puede causar saturación. Por ejemplo, si un autor de romances decide volcarse al policial, tal vez sea mejor que lo haga con otro nombre. Puede ser lo que motivó a la Rowling: su apellido está demasiado asociado a la novela infantil y juvenil, como para firmar un libro destinado al público adulto. Con un mínimo de una novela por año, Stephen King es uno de los autores que optó por firmar, durante un tiempo, como Richard Bachman, y con bastante éxito. Pero cuando en 1985 un librero lo descubrió y reveló su secreto, King sacó un comunicado anunciando la muerte de Bachman por “cáncer de seudónimo”. Doble o triple personalidad “Un seudónimo, dice Ciuraru, puede darle a un escritor la necesaria distancia para hablar honestamente pero también puede con la misma facilidad proveer una licencia para mentir. Todo es posible. Permite al escritor producir trabajos de literatura ‘seria’, o uno que sea simplemente un placer culpable”. En esta categoría, podemos incluir a la autora de la novela de erotismo “fuerte” (por contraponerlo al soft de las 50 sombras de Grey), Historia de O. El alias Pauline Réage (que por años se creyó era el seudónimo de un hombre) era la pantalla que protegía la respetabilidad de una intelectual, Anne Desclos, amante de un consagrado editor que publicó el libro preservando el anonimato –¿y la doble vida tal vez?- de su amada. Lo hizo tan bien que no fue sino hasta 1994 (la novela se publicó en 1954) que ella misma reveló en una entrevista ser la autora impensada de ese best-seller. Para el célebre poeta y escritor portugués Fernando Pessoa (1888-1935), los seudónimos fueron mucho más que un alias: directamente se desdobló en varias personalidades –llamados heterónimos- que adquirieron realidad al adoptar un estilo propio diferente del autor original. Los tres más conocidos fueron Álvaro de Campos, Ricardo Reis y Alberto Caeiro. Un cuarto, Bernardo Soares, “autor” del Livro do Desassossego (Libro del desasosiego), es considerado un heterónimo a medias por no poseer una personalidad totalmente diferente de la de Pessoa y no tener fecha de “fallecimiento”, como los otros. Ser y parecer Una pionera del cambio de nombre fue Amandine Aurore Lucile Dupin, baronesa Dudevant (1804 - 1876), quien apeló a un nombre masculino, George Sand, para lanzarse a la vida literaria. También a la social, ya que por mucho tiempo usó ropas masculinas para moverse con mayor libertad en una sociedad que tenía aún muchos interdictos para las mujeres. Conocida por sus romances con Alfred de Musset y Frédéric Chopin, esta escritora es un verdadero ícono de la emancipación femenina. Stendhal, el autor de Rojo y negro, que se llamaba en realidad Henri Beyle, abandonó su nombre real porque detestaba a su padre. Marguerite Donnadieu, optó por ser Marguerite Duras “para escapar a ese Dios (Dieu) en el que nunca quiso creer”, según su biógrafo. Un nombre puede esconder dos: es el caso de H. Bustos Domecq, seudónimo bajo el cual Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares escribieron a dúo. “Bustos” era el apellido de un bisabuelo de Borges, y “Domecq”, de uno de Bioy Casares. A veces, el nombre se desdobla junto con la profesión. Es por ejemplo el caso de Jorge Asís quien inventó a Oberdán Rocamora para firmar sus aguafuertes en el diario Clarín. Varios autores terminaron adoptando legalmente el nombre de fantasía. Es el caso, por ejemplo, de George Orwell, el autor de la célebre novela futurista 1984, que en realidad se llamaba Eric Arthur Blair. Fuente: Infobae |
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