lunes, 12 de agosto de 2013

EL GRAN GATSBY

F. Scott Fitzgerald




I - Capitulo 1 (Fragmento)

En mis años mozos y más vulnerables mi padre me dio un consejo que desde aquella época no ha dejado de darme vueltas en la cabeza.
“Cuando sientas deseos de criticar a alguien” -fueron sus palabras- “recuerda que no todo el mundo ha tenido las mismas oportunidades que tú tuviste.”
No dijo nada más, pero como siempre nos hemos comunicado excepcionalmente bien, a pesar de ser muy reservados, comprendí que quería decir mucho más que eso.  En consecuencia, soy una persona dada a reservarme todo juicio, hábito que me ha facilitado el conocimiento de gran número de personas singulares, pero que también me ha hecho víctima de más de un latoso inveterado.  La mente anormal es rápida en detectar esta cualidad y apegarse a las personas normales que la poseen.  Por haber sido partícipe de las penas secretas de aventureros desconocidos, en la universidad fui acusado injustamente de ser político.  No busqué la mayor parte de estas confidencias; a menudo fingía tener sueño o estar preocupado; o cuando gracias a algún signo inconfundible me daba cuenta de que se avecinaba por el horizonte la revelación de alguna confidencia, mostraba una indiferencia hostil.  Y es que las revelaciones íntimas de los jóvenes, o al menos la manera como las formulan, son por regla general plagios o están deformadas por supresiones obvias.  Reservarse el juicio es asunto de esperanza ilimite.  Todavía hoy temo un poco perderme de algo si olvido que, como lo insinuó mi padre en forma por demás pretenciosa, y yo de la misma manera lo repito-, el sentido fundamental de la buena educación es inequitativamente repartido al nacer.
Y tras vanagloriarme de este modo de mi tolerancia, he de admitir que tiene un límite.  La conducta puede estar cimentada en la dura piedra o en el pantano húmedo, pero pasado cierto punto me tiene sin cuidado en qué se funde.  Cuando regresé del Este en el otoño sentí deseos de que el mundo estuviera de uniforme y con una especie de eterna vigilancia moral; no quería mas excursiones desenfrenadas con atisbos privilegiados al corazón humano.  Sólo Gatsby, el hombre que presta su nombre a este libro, Gatsby, el hombre que representaba cuanto he desdeñado desde siempre, estuvo eximido de mi reacción.  Si por personalidad - se entiende una serie ininterrumpida de gestos exitosos, entonces había algo fabuloso en él, una sensibilidad a flor de piel hacia las promesas de la vida, como si estuviera vinculado a uno de aquellos intrincados aparatos que registran terremotos a diez mil millas de distancia.  Esta sensibilidad nada tiene que ver con la amorfa capacidad de impresionarse que adquiere categoría bajo el nombre de “temperamento creativo era, más bien, una extraordinaria disponibilidad para la esperanza, una presteza para el romance que jamás he encontrado en nadie y que probablemente no vuelva a hallar jamás.  No.... Gatsby resultó bien al final; fue más bien aquello que lo devoró, esa basura hedionda que flotaba en la estela de sus sueños, lo que mató por un tiempo mi interés por las congojas intempestivas y las efímeras dichas de los hombres.
Desde hace tres generaciones mi familia ha sido gente de bien, prominente en esta ciudad del Oeste Medio.  Los Carraway son una especie de clan que, según una tradición suya, desciende de los duques de Buccleuch; pero el verdadero fundador de la rama a la cual pertenezco fue el hermano de mi abuelo, que vino a este lugar en el año cincuenta y uno, envió un reemplazo a la guerra civil y fundó la ferretería mayorista que mi padre administra hoy.
Jamás conocí a este tío abuelo, pero se supone que me parezco a él en especial tal como se ve en un retrato bastante duro, que cuelga en la oficina de mi padre.  Me gradué en New Haven en 1915, exactamente un cuarto de siglo después de que mi padre lo hiciera, y al poco tiempo participé en aquella emigración teutónica tardía conocida como la Gran Guerra.  Disfruté tanto en el contraataque que cuando regresé me sentía aburrido. En lugar de ser todavía el cálido centro del universo, el Oeste Medio parecía ahora el raído extremo del mundo, razón por la cual decidí dirigirme hacía el Este y aprender el negocio de bonos y valores.  Todos mis conocidos estaban en este campo y me parecía que podía brindarle el sustento a un soltero más.  Mis tíos hablaron del asunto como si estuviesen escogiendo un colegio para mí, y al fin dijeron: “Pues... bueno”, con grandes dudas y caras largas, mi padre aceptó subvencionarme un año, y luego de postergarlo varias veces, me vine para el Este definitivamente, o al menos así lo creía, en la primavera del año veintidós.
Lo más práctico habría sido encontrar alojamiento en la ciudad, pero como la estación era calurosa y yo acababa de abandonar una región de grandes campos y árboles acogedores, cuando un campanero de la oficina me insinuó que alquiláramos juntos una casa en un pueblo vecino, la idea me sonó. Él la encontró, una casa de campo prefabricada, con paredes de cartón, golpeada por los elementos, por ochenta dólares mensuales; pero a último minuto la empresa lo envío a Washington, y yo me marché al campo solo.  Tea un perro -o al menos lo tuve durante varios días, antes de que escapara-, un viejo Dodge y una criada oriunda de Finlandia que me tendía la cama, hacía el desayuno y mascullaba máximas finlandesas junto a la estufa eléctrica.
Durante un día o dos me sentí solo, hasta que un buen día un hombre más recién llegado que yo me detuvo en la carretera.
-¿Por dónde se llega al pueblo de West Egg? -me preguntó, sin saber que hacer.
Se lo indiqué, y cuando seguí mi camino ya no me sentía solo: era un gula, un baquiano, un colono original.  Sin quererlo, él me había otorgado el derecho a considerarme un vecino del lugar.

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