Carmen Posadas
Perdonen si me repito, pero me gustaría retomar el tema del piropo que comentábamos hace unas semanas. Si lo hago es porque me ha sorprendido recibir tantas cartas de mujeres como de hombres al respecto. Las primeras, comentan nostálgicas que, en efecto, les pasa como a mí, y echan de menos aquellos bonitos requiebros callejeros. Los segundos me explican por qué ya no se atreven a decirlos. “Hoy en día, si un hombre se dirige a una mujer, aunque sea con una sonrisa, ella ya está a en guardia y dispuesta a «defender su libertad»” –dice uno de ellos. “Como será la cosa” –apunta otro– “que hace ya mucho tiempo que no me atrevo a decirle a una compañera de trabajo qué guapa estás hoy o qué bonito vestido llevas por miedo a que lo tome como una forma de acoso sexual”. “Lo paradójico del asunto” –opina un tercero– “es que ellas sí pueden, como en ese anuncio de la tele, exclamar frases como «¡Qué pedazo de mayordomo!» o «Vaya culo!» y a todo el mundo les parece genial”.
Estos y otros comentarios parecidos me han hecho volver sobre algo a lo que vengo dándole vueltas desde hace tiempo y es en cómo muchas mujeres confunden el feminismo con una especie de lucha entre los sexos en la que nosotras somos las buenas y ellos siempre los malos. Si un columnista dice, por ejemplo, que le gustaba más cómo vestían las mujeres de antes se le tacha de machista impresentable. Si alguien le grita ¡guapa! a una chica por la calle se le considera un acosador en potencia. En cambio, si es una mujer la que piropea a un hombre, o una columnista la que generaliza y dice que ellos son menos sensibles, menos inteligentes y menos evolucionados que las mujeres todos aplauden (y los hombres con más fervor aún, porque todos andan con un rarísimo sentido de culpabilidad).
No se me escapa que existen grandes tensiones creadas por el cambio de rol de las mujeres en la sociedad. Ahí está, sin ir más lejos, esa tragedia casi diaria de la violencia machista para demostrarlo. Pero precisamente porque esta violencia existe y es una verdadera tragedia, creo más necesario que nunca el intentar unir a los sexos, no a separarlos con tontunas. Que una mujer rechace que un hombre le abra una puerta o que le ceda el asiento en el autobús, es una majadería. Que un compañero de trabajo diga que le gusta nuestro vestido no implica necesariamente que quiera arrancárnoslo allí mismo sobre la fotocopiadora. Y, en sentido contrario, que una chica mire a un tío con aire de virago y le grite “¡Vaya culo!” no la hace más liberada, ni más guay, ni mucho menos más sexy. Creo sinceramente que las mujeres, que durante tantos siglos hemos sido víctimas del sexismo, no podemos ahora reproducir las mismas conductas sexistas que tantas injusticias y tanto desprecio nos han hecho padecer. Es tanto como decir que existe ahora un feminismo con actitudes machistas. Además, no solo es poco inteligente reproducir los patrones de conducta del contrario sino muy poco eficaz para el buen entendimiento entre unos y otros.
La incomprensión genera incomprensión y el antagonismo, antagonismo y yo pienso que, ahora que alumbran por fin tiempos en que seremos nosotras las mujeres las que ejerzamos un papel preponderante en la sociedad, debemos demostrar que, en efecto, somos mejores. Más compasivas, más comprensivas, más prácticas, más eficaces. Demostrar que en el mundo “femenino” es posible la igualdad entre sexos, no el ventajismo tonto que solo se queda en la anécdota de poder gritar ¡vaya culo! o ¡pedazo mayordomo! Demostrar que un mundo en el que imperan los valores femeninos implica que rigen cualidades muy nuestras como la protección del débil, la comprensión hacia los demás y la tolerancia. Pienso que sería estúpido que cuando éste sea por fin un mundo más femenino (y lo será, estoy segura) lo que hagamos sea copiar las mismas actitudes masculinas de prejuicio y desprecio contra el otro sexo que hemos sufrido durante siglos. Si somos mejores (y ojalá lo seamos) será por utilizar nuestros valores, no por adoptar los suyos.
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