viernes, 2 de agosto de 2013

LA LOCA DE LA CASA (Fragmento)

Rosa Montero



UNO

Me he acostumbrado a ordenar los recuerdos de mi vida con un cómputo de novios y de
libros. Las diversas parejas que he tenido y las obras que he publicado son los mojones que
marcan mi memoria, convirtiendo el informe barullo del tiempo en algo organizado. “Ah,
aquel viaje a Japón debió de ser en la época en la que estaba con J., poco después de
escribir Te trataré como a una reina”, me digo, e inmediatamente las reminiscencias de
aquel periodo, las desgastadas pizcas del pasado, parecen colocarse en su lugar. Todos los
humanos recurrimos a trucos semejantes; sé de personas que cuentan sus vidas por las casas
en las que han residido, o por los hijos, o por los empleos, e incluso por los coches. Puede
que esa obsesión que algunos muestran por cambiar de automóvil cada año no sea más que
una estrategia desesperada para tener algo que recordar

Mi primer libro, un horrible volumen de entrevistas plagado de erratas, salió cuando
yo tenía 25 años; mi primer amor lo suficientemente contundente como para marcar época
debió de ser en torno a los veinte años. Esto quiere decir que la adolescencia y la infancia
se hunden en el magma amorfo y movedizo del tiempo sin tiempo, en una turbulenta
confusión de escenas sin datar. En ocasiones, leyendo las autobiografías de algunos
escritores, me pasma la cristalina claridad con que recuerdan sus infancias hasta en el más
mínimo detalle. Sobre todo los rusos, tan rememorativos de una niñez luminosa que
siempre parece la misma, llena de samovares que destellan en la plácida penumbra de los
salones y de espléndidos jardines de susurrantes hojas bajo el quieto sol de los veranos. Son
tan iguales estas paradisíacas infancias rusas, en fin, que una no puede menos que suponer
que son una mera recreación, un mito, un invento.
Cosa que sucede con todas las infancias, por otra parte. Siempre he pensado que la
narrativa es el arte primordial de los humanos. Para ser, tenemos que narrarnos, y en ese
cuento de nosotros mismos hay muchísimo cuento: nos mentimos, nos imaginamos, nos
engañamos. Lo que hoy relatamos de nuestra infancia no tiene nada que ver con lo que
relataremos dentro de veinte años. Y lo que uno recuerda de la historia común familiar
suele ser completamente distinto de lo que recuerdan los hermanos. A veces intercambio
unas cuantas escenas del pasado con mi hermana Martina, como quien cambia cromos: y el
hogar infantil que dibujamos una y otra apenas si tiene puntos en común. Sus padres se
llamaban como los míos y habitaban en una calle con idéntico nombre, pero eran
indudablemente otras personas.

De manera que nos inventamos nuestros recuerdos, que es igual que decir que nos
inventamos a nosotros mismos, porque nuestra identidad reside en la memoria, en el relato
de nuestra biografía. Por consiguiente, podríamos deducir que los humanos somos, por
encima de todo, novelistas, autores de una única novela cuya escritura nos lleva toda la
existencia y en la que nos reservamos el papel protagonista. Es una escritura, eso sí, sin
texto físico, pero cualquier narrador profesional sabe que se escribe, sobre todo, dentro de
la cabeza. Es un runrún creativo que te acompaña mientras conduces, cuando paseas al
perro, mientras estás en la cama intentando dormir. Uno escribe todo el rato.

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