martes, 6 de agosto de 2013

Señores viajeros, disculpen las realidades



Llegué a la conclusión de que no sería justo. No sería justo recorrer Sudamérica, sus playas exóticas, sus Andes inverosímiles, sus reliquias milenarias, sus metrópolis ilimitadas y sus genes arrugados sin ver también la cara oscura de esta luna. Ser viajero implica más. Dicen los datos del Fondo Monetario Internacional que Bolivia es el país más pobre de toda Sudamérica. Dice el último censo boliviano con datos oficiales (2001), que de entre esa inopia cuatro pequeños municipios abanderan la trágica estadística con un 100% de pobreza en su población. Meencuentro en la provincia de Oruro y dos de esas cuatro aldeas apenas están a seis horas de distancia, el tiempo que se tardan en recorrer 180 kilómetros de carretera boliviana. Se trata de Cruz de Machacamarca y Yunguyo del Litoral ¿Podría un viajero con ganas de conocer realidad pasar por alto una visita a los pueblos más pobres del país más pobre de este lado de América?
Un autobús me deja en la carretera a orillas de Huachacalla, una villa boliviana a escasos 70 kilómetros de la cotizada frontera chilena, donde un bocadillo, una bebida y una chocolatina son toda la oferta culinaria y se canjean por 20 céntimos de euro. De ahí a Cruz de Machacarmarca existen otros 40 minutos de camino montaña arriba (tres horas para los muchos que lo hacen diariamente a pie). Es de tierra, lleno de precipicios y no lo cubre ningún tipo de transporte público. Tampoco tienen tiempo de llevarme ni combustible que malgastar los poquísimos vecinos que disponen de un coche propio en esta población principal de la zona.

Suerte que Nicasio Felipe, un criador de llamas de 62 años, tiene una vieja camioneta, nació en Cruz y está “feliz” de que un periodista se interese por su municipio natal. Antes de partir le pide a su señora, Victoria Guernica, que nos caliente el chairo (sopa de quinua) que hay en una vieja olla quemada. El matrimonio vive en un habitáculo frío y sin muebles, pero si se me hace tarde al volver, puedo contar con ese techo y más sopa. “Lo que tenemos lo compartimos”, dice Nicasio, que es consciente de ser de los más pudientes entre sus paisanos porque tiene transporte y vive ahora en Huachacalla. “De lo que no tenemos no podemos dar”, añade. Por esa regla de tres me pide si puedo pagar la gasolina para subir arriba.
A 3.700 metros de altura está Cruz de Machacamarca, esa región de marco montañoso de ensueño y realidad perdida. En todos los sentidos. “Es un lugar donde habitaban tres familias” cuando él nació, explica Nicasio, pero ha cambiado; “antes era un lujo tener una bicicleta y ya tienen bicicleta muchos”. Según la alcaldesa, Elcira Cruz (28 años), “es un municipio compuesto por nueve poblaciones colindantes con unos 200 o 300 habitantes cada una” que ha cambiado porque “ahora el gobierno de Evo ha puesto una casa comunal, una ambulancia y un [pequeño] centro de salud atendido por una enfermera”. Por eso hace una llamada a toda la población joven que huyó de ese lugar para que vuelva. Para Clemente Felipe, un vecino de 76 años que viste una chaqueta raída y una gorra en las mismas condiciones, los cambios no son tantos. “¿Ahorros? Nunca gané dinero en mi vida. Ni antes ni ahora”. Se sorprende por la pregunta. “Bueno sí”, rectifica, “alguna vez saqué algo vendiendo alguna llama, pero lo gasté enseguida en algo de harina o de ropa, eso ha sido todo lo que he podido juntar a mi edad”.

La joven alcaldesa, elegida por rotación, no llama de vuelta a los jóvenes por inocente arbitrariedad. Cruz sabe que los escasos recursos que llegan son la consecuencia matemática de la baja densidad poblacional de su circunscripción. Alaba la labor del gobierno actual y sí cree, al contrario que algunas organizaciones y grupos, que la cifra de pobreza haya bajado del 38 al 24% a nivel nacional en los últimos 12 años. Su fe política, sin embargo, no puede desmentir ni evitar que dos millones y medio de bolivianos (la población actual es de 10,3 millones según se ha adelantado del censo elaborado en 2012, aún sin oficializar) vivan por debajo del umbral de pobreza. Un dato que indica que un cuarto de la población del país vive con menos de dos dólares diarios, entre ellos, todos los pobladores del municipio que ella rige.
-    ¿Entonces las cosas avanzan aquí o no?, pregunto a la alcaldesa.
-    No, por supuesto que no. Hemos mejorado algo. Por ejemplo, si ahora hay alguien enfermo tenemos la ambulancia del Evo para llevarle a Huachacalla a atenderle; antes de 2010 el enfermo tenía que bajar tres horas a pie. Pero nos hacen falta recursos. Nos hace falta ayuda. Es muy probable que en los datos del próximo censo sigamos siendo la comunidad más pobre de Bolivia. En definitiva, nos hace falta de todo aún.

Cruz de Machacamarca recibe anualmente un millón de bolivianos (100.000 euros) por parte del estado. Eso significa una inversión anual de unos 30 euros por habitante. “No da para nada”, se lamenta Cruz. Los vecinos, aunque lo intentan, tampoco pueden poner mucho más de su bolsillo porque la mayoría no tiene ningún tipo de ingreso. La fundación Jubileo, una organización semejante a Cáritas, estima que este municipio vive en una inanición prácticamente total junto a Yunguyo y dos poblaciones más ubicadas en la provincia de Pando.  “Su atención y sus capacidades son nulas”, esgrime uno de sus portavoces.
“Se come lo que uno cultiva, o de la carne de las llamas, no de comprar nada. Pero con eso no se pasa hambre. Casi nunca”, cuenta Clemente. El anciano me lleva hasta su casa. Dice que durante toda su vida, esas siete décadas en las que no ha ganado dinero, se ha despertado cada día a las cuatro de la mañana, ha pastoreado, ha cultivado y ha regresado sobre las siete de la tarde para al día siguiente repetir la misma operación. Todos los días de su existencia. “Hoy los jóvenes se van a Oruro, o a La Paz, o a Chile o a Argentina. Ellos esperan de la vida algo más”. Delante de su fachada destartalada, de su puerta desencajada, en el exterior, una chica joven que trata de atender a una bebé que juega con latas oxidadas cocina unas patatas con quinua en un puchero calentado a la leña. Son la hija y la nieta de Clemente. La chica se casó y ahora vive en la ciudad de Oruro, pero se ha acercado hasta aquí unos días para ayudar a su padre, “que ya está mayor y solo”.
- ¿Por qué no cocinas dentro?- le pregunto a la mujer.
-  ¿Dentro?, no señor, aquí no hay cocinas.
 - ¿Tú por qué te fuiste de aquí?
- ¿Usted qué cree?- sigue removiendo el puchero agachada en cuclillas.
En una casa cercana, Felipa Quispe, la abuela de la alcaldesa, teje una lana sentada en el suelo con una técnica ancestral. Ella nunca ha visto el agua corriente, ni electricidad en casa, ni calefacción... “Hace poco pusieron electricidad en algunas casas”, dice como si hablase de un aterrizaje en la luna. Esas prendas que teje siempre han sido el único abrigo que ha calentado a los pobladores de esta región andina. “Ni tan siquiera teníamos pavimentada la plaza hasta hace tres años”, añade su nieta.
Hoy el pueblo entero, la principal aldea de las nueve que componen Cruz de Machacamarca, está prácticamente vacío. La razón es que en Irupata, población situada a unos 10 kilómetros más arriba en la montaña, hay festividad. La gente salió caminando hasta allí temprano.
-    ¿Y si vamos allí para poder hablar con más gente?, pregunto a la alcaldesa.
-    No hay como- responde. –Espere… ¡La ambulancia del Evo!- rectifica ella misma.
-    Pero, ¿y si hubiera alguna urgencia?, ¿qué opina el conductor?- trato de preocuparme.
-    ¿Urgencia?, ¿conductor aquí hoy?...- se sonríe-  Dígame, ¿usted sabe manejar?
Mis disculpas a la administración boliviana por el atrevimiento. Consideren como un servicio voluntario de emergencia (avalado por la autoridad competente) haber sido el transportista de los cuatro o cinco ancianos, tres ediles y dos menores que se habían quedado sin fiesta en Cruz de Machacamarca ese día. Al fin y al cabo, considero que la felicidad colectiva en la que se transformó el trayecto también es una terapia médica para esos septuagenarios (reían como locos en la cabina del vehículo sanitario) que no habían podido acudir a la festividad por la lejanía y la falta de medios de trasporte. Respecto a esa ambulancia del Evo, he de decir que aún cargada sube inverosímiles cuestas de tierra a las mil maravillas. Chapó.

En Irupata la fiesta ya está en su cumbre. Los hombres, de mofletes enrojecidos, visten sus mejores y quizás únicas chaquetas, que aunque gastadas, les hacen ver muy elegantes. Las mujeres lucen trajes típicos andinos. Muchos llevan chalecos llenos de color. El Awaitiri, o líder espiritual de la comunidad, Willy Quispe, me da una bienvenida con honores, me mete en la boca unas cuantas hojas de coca a modo de ritual y me invita a la mesa principal de personalidades. La gente baila, canta, bebe alcohol artesanal de casi 100 grados, masca hojas y se arrodilla cada cierto rato para homenajear con unos cánticos a la Pacha Mama (Madre Tierra). La primera de las siete horas que paso allí, cada cual más divertida, trato disimuladamente de concretar algo acerca de los desagradables datos de pobreza que afectan a la comunidad. Pero después de ese lapso, un notable oriundo del lugar me hace rectificar con toda la educación y pedagogía del mundo:
-    Señor periodista español, me dice en privado, gracias por venir a preocuparse por la situación de nuestras gentes y nuestras necesidades, de verdad somos un pueblo sin nada y buscamos mejorar. Estamos felices de que nos visite. Pero nosotros somos pobres todo el año, ¿por qué hablar de ese asunto un día de fiesta como hoy?
La libreta al bolsillo y mañana será otro día.
El viaje de vuelta, de noche, en la ambulancia (no de paciente), me lleva hasta el lecho que Felipe me había prometido por la mañana en Huachacalla. A un viejo colchón que su esposa ha dispuesto con cariño para evitar que pase frío en el humilde habitáculo. “Aquí dormimos así”, trata de disculparse sin necesidad. Mi destino del siguiente día es Yunguyo del Litoral, el segundo de los municipios más pobres de Bolivia.
Por la mañana, Patricia Mamani, delegada ejecutiva de la Provincia Litoral, consigue una movilidad para llegar a ese pueblo, el suyo, al que tampoco llegó nunca un transporte público. Pago religiosamente la gasolina y en escasos 25 minutos estamos allí. Mamani me va contando todos los datos y los trabajos que hicieron con los trabajadores del PNUD (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo) para tratar de mejorar las condiciones y la inversión en la zona. “Hemos trabajado mucho en identificar las necesidades y proponer soluciones, pero aún todo está en estudio, ya llegará la ayuda”, dice con ilusión infantil.
Yunguyo lo componen cuatro pueblitos donde apenas quedan habitantes. Me detengo en el primero de ellos, llamado Villarmonía. Todas las casas están profundamente deterioradas, incluso la de la única habitante del lugar. Ella se llama “Hermeregilda Flores Viza”, dice esta anciana de 72 años con firme autoridad. Mientras habla recoge maderos, coloca unas piedras, sacude unas lanas y pone un puchero en la fogata que ha preparado en la tierra. A pesar de no ser más de las doce y domingo, ella a ha vuelto ya hace rato de vigilar a unas poquitas llamas que posee y que andan por ahí pastando. Tuvo seis hijos, “pero se fueron”, se le encoge el rostro al decirlo. En su casa no hay luz, ni agua, “nada”, concluye. “Cuando vendo una llama compro harina y fideo, pero hace un año que no vendo ninguna”. Los 200 bolivianos (20 euros) mensuales que recibe de un plan que instauró el gobierno de Evo Morales para la tercera edad son todo el metal que tiene para gastar en los básicos que no cultiva y algo de ropa de abrigo. “Mi vida es dura, pero no me muero”, dice sin parar de trabajar.
-    ¿Y cuántas horas trabaja usted al día?
-    No sé. 14, o 15, depende de lo que haya que hacer- revela la encorvada anciana sin atisbo de heroicidad.
En el pueblo de Yunguyo, Adolfo Rodríguez, de 74 años, trata de arreglar el techo de su casita. “Se cayó todo abajo”, se queja suave. Cuando vendió todo su ganado se quedó sin nada y tuvo que salir un tiempo a la ciudad con sus hijos. “Y al volver, esto”. “Antes no hubiese tardado en repararlo, pero ahora como todos los jóvenes se van por lo pobres que somos, pues me toca arreglarlo a mi solo, y no es fácil”.
-    ¿Y usted por qué no se va también? Lo va a pasar mal sin tejado y este frío- le sugiero.
-    ¿Irme? No m´hijo. Yo soy de aquí, esta es mi tierra y aquí quiero estar. Lástima que no nos ayude alguien. Pero bueno, yo me quedo aquí cuidando mi casa y esperando la muerte. Y ya.

Así es todo en este sitio.

De vuelta en la carretera a orilla de Huachacalla espero que pase un autobús procedente de Chile que quiera recogerme a mí, a un niño y a una familia que también quieren viajar hacia Oruro. En mi mente el impacto de una realidad siniestra, en la cara la sonrisa del que vio el optimismo de los que no tienen nada. En la conciencia, un peso ya difícil de soltar.  Después de tres horas de espera, uno de los autobuses viene con hueco, a eso deben esperar siempre los que viven aquí si se quieren movilizar. El niño diminuto que esperaba en la parada va sentado a mi lado.  No revelaré su nombre porque él ni siquiera sabe que hablaba con un periodista. Pasados 40 minutos de camino, el revisor se pasea por los asientos y le pregunta al menor que con quien viaja. “Con él”, dice muy seguro mientras me señala. Una mirada directa a mis pupilas desde sus pequeños ojos me hace perder la capacidad de análisis de la situación.
  ¿Va contigo?, porque si no tengo que bajarle, es menor-. Me dice el revisor.
-    Sí - respondo casi involuntariamente.
Pasado el peligro, quiero saber:
-    ¿Cuántos años tienes?
-    Casi diez- contesta con la gallardía de una década más.
-    ¿Y por qué has dicho que vas conmigo? 
-    Porque si no me echan, gracias señor.
-    ¿Y qué haces aquí? ¿Dónde está tu mamá?
-    Mi mamá cuidando de mis hermanos pequeños en Oruro. Entre ella y yo les cuidamos. Mi mamá vende chicles y dulces, pero casi no le compra nadie. Yo vengo hasta aquí a veces porque como hasta estos pueblos nadie trae nada, las tiendas me compran las cajas de chicles.
-    Pero esto está a seis horas de Oruro, ¿no crees que es muy lejos para ti?
-    No señor, yo puedo hacerlo.
-    ¿Y al colegio? ¿no vas?
-    Sí, claro. Y me va muy bien en el colegio, se lo juro. Me gusta estudiar. De mayor quiero ser maestro. Pero no siempre se puede ir al colegio. Tengo que ayudar a mi mamá a vender. Si no, no hay plata para que mis hermanos pequeños coman. No sé en su país, pero así son las cosas aquí. ¿Quiere usted un chicle? Yo se lo regalo, señor.    
Por: Jaled Abdelrahim
El Pais de Madrid

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