martes, 11 de febrero de 2014

Cuento "Destacado" en nuestra Comunidad Literaria...

El haiku 
Sergio F. S. Sixtos




Una tarde, nos reunimos Ulises Luna, Pepe Daconte y yo en el Café Ik de la calle Independencia. El aroma a café tostado y el chocar de tazas de las mesas vecinas, incitaron a Daconte a contar una de sus historias de detectives —tenía dos años retirado y aún no lo abandonaba la nostalgia—, sin dejar de garabatear en su libreta caricaturas de las personas que ocupaban las mesas vecinas dijo: 
—Voy a contarles algo que sucedió hace años, llega la idea, ya que no puedo quitar la vista de la portada del libro que lee la joven a la que estoy retratando. 
Miré el dibujo, no era malo, pero a veces Daconte exageraba con sus pretensiones artísticas. El libro de la joven era una antología de haikus clásicos japoneses: Issa, Buson, Shiki y otros. 
—En 26 de septiembre de hace cuatro años —comenzó Daconte—, recibí una llamada urgente de mi jefe, habían asesinado en su departamento a la prestigiosa poetisa Xóchitl Guadarrama, tal vez recuerden el caso, la prensa amarillista hizo un escándalo del homicidio. 
—Lo recuerdo, se descubrió que fue un crimen pasional más no tenía idea de que estuviste involucrado en el caso —dijo Ulises Luna. 
—Las consecuencias del crimen me tienen sin cuidado —dijo Daconte haciendo una mueca de desdén—, lo interesante, es que se cumple aquel viejo refrán: "genio y figura hasta la sepultura". Aquella mujer: escribió libros de poemas, acaparó premios literarios y vivió la poesía hasta el final de su vida. No soy una autoridad en el tema ni mucho menos, pero sé distinguir entre el trabajo de un aficionado y un profesional en casi todos los campos útiles para mi profesión. —Daconte haciendo gala de su terrible modestia, hizo una pausa teatral mientras cerraba su libreta de apuntes y apuraba su café con leche, pidió uno más a la camarera y prosiguió: 
—Me dirigí al conjunto urbano Nonoalco Tlatelolco, al departamento 576 del edificio Cuauhtémoc. Los policías de a pie con los que me encontré estaban desconcertados por la evidencia encontrada o mejor dicho por la falta de evidencia; la poetisa había sido apuñalada y no había rastro de lucha en el departamento, ni arma homicida. La única pista palpable era un pequeño poema escrito, con la propia sangre de la víctima, a un lado del cadáver. Todo hacía suponer que la poetisa había escrito esos versos, quizá como testamento literario. Algunos de mis compañeros lo pensaron así. Soy escéptico en todos los campos por naturaleza y rechacé la idea desde un principio, aunque la letra era errática y temblorosa había algo que no cuadraba. En la biblioteca de la poetisa, como es de suponer, estaban sus obras completas; revisé cada uno de los libros y leí los poemas; eran cantos al amor, la esperanza y a la vida. No estaba presente la métrica que desde pequeño me enseñaron en la escuela, todo el trabajo de la poetisa era prosa poética. 
—¿Había una diferencia con lo escrito en el piso? —pregunté tratando de recordar alguno de los poemas que sabía de memoria. 
—Sí, era un haiku, ya saben: pequeños poemas compuestos de tres versos que describen la naturaleza —contestó Daconte señalando el libro de la joven. 
—Es extraño que una poetisa que escribió prosa poética toda su vida decidiera escribir un haiku en sus últimas horas —dijo Ulises Luna mirando el libro de la joven. 
—Lo mismo pensé, leí con atención el haiku y dirigí a los policías de a pie a detener al asesino —dijo Daconte con satisfacción.

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