El país más pobre de América no levanta cabeza pese a la ayuda de la comunidad internacional y la lucha diaria de sus habitantes
La matrona Anna Izne (en el centro, sentada) ha asistido en el parto a miles de mujeres de las comunidades rurales de Petit-Goave. / MAURICIO VICENT
Ya no queda nada del Palacio Nacional de Puerto Príncipe. Cuatro años y medio después del terremoto que arrasó la capital más pobre de América, sobre sus cimientos solo hay un césped bien segado por el que ahora camina el presidente de Haití, Michel Martelly, un famoso cantante de música popular antes conocido como Sweet Micky. Al verlo aparecer frente al Campo de Marte, que albergó durante mucho tiempo un gigantesco campo de refugiados, decenas de personas se acercan a la verja. “Martelly, eres el mejor”, “Nunca mueras”, gritan unos descamisados. Otros no se achican: “Das vergüenza, no has hecho nada por nosotros”. Es el “juego democrático”, admite él. Y Haití apenas lo ha saboreado en 210 años de independencia.
El helicóptero presidencial espera en la explanada. Antes de subir, Martelly saluda a la multitud. Cuando empiezan a girar las hélices del AS365 Dauphin, en la cabina de la aeronave dan vueltas también los datos más crudos de su país: 56% de la población vive en la pobreza extrema, con menos de un euro diario (1,3 dólares); el 76% no llega a los dos (2,7 dólares), dudoso límite de la pobreza relativa. Son siete millones de pobres en un país con 10 millones de habitantes en el que el 60% de la población no tiene garantizado el trabajo, y donde gran parte de los hogares carece de letrinas y de acceso a agua corriente. Sweet Micky suspira: “Es la realidad que estamos tratando de cambiar”. Desde la altura los suburbios de Puerto Príncipe se ven menos miserables. Sin embargo, abajo los haitianos de a pie —no digamos los 140.000 damnificados por el temblor de 2010 que siguen en carpas— no parecen haberse enterado de los buenos deseos del Gobierno. “Sigo igual que antes”, afirma Jean Baptiste, un chico que se busca la vida entre el tráfico loco de la capital vendiendo agua fría en bolsitas, a 10 gourdas la unidad, unos 15 céntimos de euro al cambio. Como la mayor parte del día no hay luz, Jean Baptiste y muchos otros aguadores enfrían la bebida en los únicos lugares en que no falla el suministro eléctrico: las morgues.
Sentada en plena calle, al lado de un basurero una mujer revende carbón a cambio de unas cuantas gourdas. Es un negocio ínfimo pero seguro: el 96% de las viviendas en el campo y el 84% de las de la capital —donde vive un tercio de la población— cocinan con combustible vegetal. La superficie de bosques en Haití no llega ni al 2%. Literalmente, la gente se ha pulido los árboles para sobrevivir.
Nos dirigimos a la comunidad de Cornillon Grand Bois, distante tan sólo a 52 kilómetros de la capital, pero por tierra se tarda seis horas en llegar pues no hay carreteras. Aquí comienza hoy la campaña nacional de reforestación, que en 2014 aspira a sembrar 30 millones de árboles, y Martelly plantará el primero. Esta campaña y el programa de enseñanza gratuita y universal han sido dos estandartes de su Gobierno, que mañana cumple tres años. Pero los resultados dejan que desear.
Pese a los 2.000 millones de euros inyectados por la cooperación internacional desde 2010, los principales indicadores no han mejorado. En el Índice de Desarrollo Humano, el país ocupa el puesto 161 (de 180). La tasa de mortalidad infantil sigue siendo escandalosa, 70 por cada 1000 nacidos vivos (21,3 en República Dominicana), igual que el número de muertes maternas por cada 100.000 nacidos vivos, que es de 350. La esperanza de vida al nacer es de 62 años, pero no hay datos oficiales sobre lacras como las violaciones y los abusos infantiles, entre otros maltratos que compiten con el analfabetismo, si bien en este punto Martelly se planta: “La tasa de escolarización, que en 1993 era sólo del 47%, hoy es del 88%”. En tres años, dice, el Gobierno ha dado escuela gratis a 1.400.000 niños de primaria y más de 100.000 adultos han aprendido a leer y escribir. “Este año pretendemos alfabetizar a otro medio millón de personas…”.
El helicóptero pasa por unas lomas devastadas en las que se asienta un gigantesco pueblo en medio de la nada. Es Canaán, la tierra prometida para decenas de miles de damnificados por el terremoto y también para muchos haitianos que se instalaron aquí después de 2010 buscando una vida mejor (nadie sabe exactamente cuánta gente vive ahí abajo). A Canaán no ha llegado la ley, ni el agua, ni la electricidad, ni los hospitales, y sólo algunas ONG han abierto unos pocos colegios para acoger a niños de la comunidad.
Martelly admite que Canaán es la peor cicatriz del terremoto, aunque dice que han construido cientos de casas y que se planea un parque industrial para beneficiar a los vecinos de la zona. De inmediato, pasa a la ofensiva: “Cuando llegué al Gobierno había una epidemia de secuestros; hemos acabado con los secuestros. El índice de asesinatos se ha reducido a 7 por cada 100.000 habitantes; en Dominicana es cuatro veces superior. La economía ha crecido un 4,3 % y si hace tres años había 12.000 ONG trabajando en el país sin control, hoy no llegan al millar”. Llegado a este punto, y cuando comienza a explicar que Haití debe dejar de ser un país receptor de cooperación para convertirse en productor y creador de su propio desarrollo, el piloto se despista y durante 10 minutos busca donde aterrizar. “Otra vez nos hemos perdido”, exclama.
PETIT-GOAVE
En este municipio costero, a 68 kilómetros al oeste de Puerto Príncipe trabaja desde hace cuatro años Médicos del Mundo (MDM). En 2012 la ONG cambió su estrategia de ayuda de emergencia por una “intervención de desarrollo”, consciente de que los fondos se acabarán y que las autoridades deben mantener sus programas de salud. MDM tiene dos proyectos en la zona: uno de prevención del cólera y atención a los enfermos que siguen llegando a su centro en Gressiere. desde 2010 la epidemia ha afectado a 600.000 personas y 8.000 han muerto. Este año se esperan 40.000 casos más en todo el país.
El segundo es un programa de salud comunitaria en las montañas de Leogane y está orientado a reducir la mortalidad materna e infantil en la zona. En un buen jeep se tarda tres horas en llegar a las primeras aldeas del lugar, donde el 97% de las mujeres dan a luz en su domicilio atendidas por parteras tradicionales. Anna Izme es una de ellas. Tiene 65 años y se dedica a esta profesión “hace tanto tiempo” que ya ni se acuerda. Ha ayudado a dar a luz a miles de mujeres y cobra la voluntad, que suele andar por 500 gourdas, unos 9 euros el parto. Además de entrenar a Anna Izme y a decenas de matronas en cursos que realizan en Petit-Goave, la ONG trabaja con agentes de la comunidad que hacen vistas a las embarazadas y recién nacidos. También han donado 22 mulas-taxi a las distintas poblaciones. El problema, dice Marta Gutiérrez, la responsable de MDM en la zona, es que el Gobierno se implica poco o nada en los programas. “Al estar nosotros la tendencia es a desaparecer. El Ministerio de Salud ni paga el salario de las enfermeras haitianas en el centro de salud, y ya hemos advertido que el dinero se acaba y si no toman ellos las riendas el trabajo hecho puede perderse”. Lo mismo pasa con el centro del cólera de Gressiere.
PÉTIONVILLE
“El artista no se ha muerto, este es su teléfono”. Así decía hasta hace no mucho un cartel colocado frente a los escombros de lo que fue una casa en la subida hacia la zona rica de Pétionville, sobre Puerto Príncipe. El autor, un artesano que pelea los frijoles en estas lomas privilegiadas, lo mantuvo allí durante mucho tiempo después del terrible temblor que destruyó la capital el 12 de enero de 2010, una serpiente de fuego que dejó 250.000 muertos, 100.000 casas destruidas y 1.500.000 pobres sin hogar.
El artista fue afortunado. Sobrevivió y sigue en Pétiónville, donde los ricos compran en tiendas de lujo como las galerías Rívoli, que ofrece relojes Cartier y cuberterías escandalosas. Cerca, en la Plaza Boyer está el Quartier Latin, donde comer con vino no sale por menos de 40 euros y de vez en cuando va a cenar el exdictador e hijo de dictador Jean Claude Duvalier, de vuelta en el país en 2011 pese a que se le acusa de haber asesinado a miles de haitianos entre 1971 y 1986. También ha regresado el expresidente Aristide.
“Las élites haitianas son responsables de la situación actual. Los ricos sólo se han interesado en mantener sus privilegios, no en desarrollar el país”, denuncia el arquitecto William Kénel-Pierre, miembro de la Organización del Pueblo en Lucha, opuesto a Martelly pero favorable al diálogo con el Gobierno para salir de la crisis institucional en que en este momento se haya Haití, con unas elecciones legislativas y municipales pospuestas que han de renovar también un tercio del Senado.
CABO HAITIANO
Los 317 kilómetros que separan la capital de Cabo Haitiano son una aventura que comienza en la carretera que atraviesa el suburbio de Cíte Soleil, donde un camión de la ONU cargado con planchas de poliespuma circula ahora a escasa velocidad. De pronto, decenas de jóvenes sin camisa salen de ninguna parte y se suben al vehículo en marcha. En minutos lanzan las planchas a la carretera y despluman el camión.
A 110 kilómetros de la caótica capital, Gonaïves es la ciudad donde Jean-Jacques Dessalinnes proclamó la independencia de Haití (el primero de enero de 1804) y donde empezaron las protestas que acabaron con la dictadura de Jean-Claude Duvalier en 1986, y después se pasa cerca del gran centro vudú de Souvenance y se asciende hacia el norte por empinadas carreteras de montaña. A veces te encuentras un camión atravesado en la carretera y el tráfico cortado por días. Es el caso. El rodeo, de cinco horas, se hace cruzando ríos y poblados miserables en dirección a St. Michel y Saint-Raphaël. En todos los asentamientos hay una constante: mercados en las calles polvorientas, iglesias cristianas, salones de belleza (sí, salones de belleza) morgues, gallos de pelea y bancos de lotería para intentar llamar a la suerte.
Los niños desnudos saludan al paso de los coches y encuentras también caras endurecidas pero dignas, y siempre hay alguna risa, pues la miseria de Haití esconde las mismas e inmensas ganas de vivir y disfrutar de todo el Caribe. Cerca de Ennery, las muecas de dolor de unas mujeres en el camino indican que algo grave ha pasado. Alguien ha violado y asesinado a machetazos a una joven que regresaba del mercado, la gente se llama y acude corriendo y una anciana llora mientras transporta un gigantesco bulto sobre la cabeza –todo en Haití se lleva sobre la cabeza-.
Cerca de Cabo Haitiano, en Bois Caïman, empezó todo un 14 de agosto de 1791 con el sacrificio de un cerdo negro ofrecido a los loas africanos por el esclavo y sacerdote vudú Boukman Dutty. Después, los machetes de Jean-Jacques Dessalines y de Touissaint Lovertoure hicieron cuajar la primera república negra de la humanidad y pasaron 60 años hasta que fue reconocida, pero antes Henry Christophe se autoproclamó rey y nombró condes y marqueses en su fortaleza de La Ferriére. El viejo Jean Claude es analfabeto pero habla un inglés aprendido por intuición y vive de explicar a los turistas las grandezas y vilezas del rey Henry, libertador y luego verdugo de su pueblo, una terrible tradición. Sus siete hijos han ido a la escuela, pero escolarizarlos le ha costado 80 dólares anuales, incluyendo el uniforme y los libros de texto. Todo un sacrificio, dice.
OUANAMINTHE
Suenan los tambores vudú en el perístyle del hungan Papou, donde hoy se celebra una gran ceremonia en honor a Ayizan, importante loaguardián del mercado y la primeramambo (sacerdotisa) de esta religión. El templo está lleno. En el centro, una veintena de mujeres vestidas de blanco bailan acompasadamente frente a un altar donde hay trigo, plátanos, papaya, viandas y otros alimentos y productos de cuyo comercio viven la mayoría de la población. Así es en Haití, el que tiene un plátano se sienta en una esquina y lo vende; e igual sucede con el que reúne un par de zapatos, o unas cuchillas de afeitar, o cinco mangos, por eso es bueno rendirle respeto de vez en cuando a Ayizan.
La mayor parte de la población haitiana se dedica al comercio informal. Y uno de los mercados más grandes del país está en la frontera norte con República Dominicana. Del lado de Haití está Ouanaminthe y del dominicano Djabon. Los lunes y viernes se reúnen aquí 2.250 vendedores y mil ambulantes, además de 15.000 clientes. El 70 % de los comerciantes y el 80% de los clientes son haitianos, pero el 70% de la facturación la hacen los vendedores del país vecino pues los alimentos son un 30% más baratos. Hasta hace poco el mercado funcionaba en la calle mugrienta, pero gracias a un proyecto de Naciones Unidas financiado por la UE se han construido instalaciones adecuadas y se da asesoría a la gente. La vida en Ouanaminthe ha cambiado para bien.
PUERTO PRÍNCIPE
Sweet Micky celebra en el Campo de Marte los tres años de su mandato. Horas antes hubo bloqueos y disturbios en las calles, nada exagerado, solo parte del “juego democrático”. Ya no hay refugiados ante el antiguo Palacio Nacional, pero la lista de retos y desgracias de Haití es más pesada que los logros que enuncia Martelly esta tarde. Según él, “cantar y gobernar no es tan distinto”. “Uno tiene una orquesta (el consejo de ministros) y trata de hacerle la vida feliz a su público (la población)”. “Es casi lo mismo”, bromea, y sus palabras quedan suspendidas en el aire.
MAURICIO VICENT Puerto Príncipe
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