“Soy como una vela, quiero dar luz a otros, pero me quemo por dentro”
Sus padres la casaron con 13 años y con 14 tuvo a su primer hijo
Víctima de malos tratos durante años, hoy es una reconocida defensora de los derechos de las mujeres en Nepal
Los rasgados ojos oscuros de Rita Mahato se llenan de tristeza en el momento en el que recuerda que hubo un tiempo en el que no quería vivir. Intentó quitarse la vida ingiriendo veneno en 2007. “Pero sobreviví”. Las lágrimas hasta entonces contenidas brotan finalmente y encoge sus hombros cubiertos por una gasa azul cielo y con la que a ratos también tapa su cabello negro recogido. Hace un esfuerzo por recomponerse rápido, lo mismo que ha hecho toda la vida. La historia de cómo esta mujer nepalí, nacida en una de las castas más bajas y pobres del país, ha llegado a ser una reconocida activista defensora de los derechos de las mujeres en el Centro de Rehabilitación de Mujeres de Nepal (Women’s Rehabilitation Centre, WOREC), está llena de heridas físicas y mentales. Pero sigue en pie y son muchos los recuerdos que también le sacan una bella sonrisa si no de felicidad, sí de satisfacción.
A los 13 años, sus padres eligieron a un hombre para ella y la casaron. Tras tener su primera regla, con 14, se quedó embarazada. En la comunidad en la que vive Mahato, al sureste de Nepal, la tradición dice que si las hijas se casan antes de su primera menstruación la familia tendrá buena suerte. Y además tienen que pagar menos dote por ellas. Aunque ambas prácticas –el matrimonio infantil y el pago por el casamiento– son ilegales en el país, se siguen obrando. De aquello han pasado más de dos décadas. Mahato tiene ahora unos 35 años y actúa como consejera de otras que, como ella, fueron enlazadas de niñas y sufren los golpes de sus esposos y familias políticas.
“Mis suegros me obligaban a hacer todo el trabajo en la casa y me pegaban. No me permitían hablar con mi marido, sin embargo él venía por las noches para acostarse conmigo”. Su esposo acudía en busca de sexo aunque no hacían vida de pareja. Él no le pegaba, pero le decía que tenía que obedecer a sus padres. Ella, todavía una adolescente de 14 años, ya era una mujer fuerte e intentó escapar a Lahan, a casa de su madre. “Me dijo que ya no pertenecía más a la familia y que tenía que volver”, dice.
“Pensé que todo aquello contravenía los derechos humanos”, continúa el relato en un cobertizo de madera construido junto a la clínica médica en el distrito de Sihara, al sureste de Nepal. Así, entre golpes y vejaciones, pasaron los años hasta que un día la doctora Renu Adhikari, presidenta del WOREC, fue a dar una charla cerca de su pueblo. Mahato decidió ir a escucharla. “No me dejaban, pero de todas maneras, me tapé la cara y fui”, recuerda. Cuando acabó la conferencia no se pudo contener. “Paré su coche y le conté lo que estaba sufriendo”. ¿Qué podemos hacer por ti?, le preguntó la doctora. “Le pedí un empleo y un mes después me llamaron y, tras un tiempo de formación en India, empecé a trabajar”, recuerda con un relato que deja entender su orgullo.
En la década transcurrida desde entonces, Mahato ha protagonizado grandes batallas contra la violencia machista en el país, no exentas de peligros para ella. Casi a diario soporta que los hombres de la comunidad en la que reside, Govindapur-5, la acusen de ser una mala mujer y una mala influencia para sus esposas. Pero lo peor ocurrió cuando en 2007 se involucró en la defensa de una joven que casi muere desangrada tras haber sido violada por dos hombres.
“Recibía cartas con amenazas de muerte. Me decían que me iban a violar y matar, también a mi hija. Me pegaban por la calle y un día vinieron a mi casa a tirar piedras”, se emociona. El caso adquirió dimensiones de gran noticia en el país y los violadores intentaron solucionar el asunto fuera de los tribunales pagando una mínima cantidad de dinero a la familia de la víctima. Una propuesta que Mahato consideró inaceptable. Fue entonces cuando decidió que tenía que denunciar aquella barbarie ante la justicia. Pero ante las amenazas crecientes, WOREC le ofreció trasladarse a otra oficina, lejos de un lugar tan peligroso para ella. “Pero lo rechacé, quería continuar con el caso”, afirma rotunda. “Yo no era ninguna ladrona, ¿por qué me iba a marchar?”, añade.
Amnistía Internacional lanzó una gran campaña para atraer la atención internacional y pedir protección para Mahato. El resultado de todo aquello es que los violadores fueron condenados con penas de prisión que nunca cumplieron porque durante el proceso judicial entraron a trabajar en el cuerpo de policía y como autoridad gozaban de impunidad. Fue una victoria a medias
Pero Mahato continuó defendiendo a las mujeres y denunció otros casos de violaciones después. Siempre con grandes riesgos para su integridad y la de su familia. Su marido, quien la apoyaba al principio, acabó abandonándola para vivir con otra mujer. “La gente le hablaba mal de mí y le metían ideas malas en la cabeza”, se apena mucho al hablar de su esposo. Con la vida personal rota, el miedo se transformó en una profunda depresión que la llevó a un intento de suicidio. Todavía se siente una víctima del machismo y consumida por la pena de sufrir en casa lo que combate fuera, junta todos los dedos de su mano hacia arriba, imitando la forma de una llama. “Soy como una vela. Quiero llevar luz a otras personas, pero por dentro me estoy quemando”.
De nuevo, como si reviviera los malos momentos, Mahato pierde la mirada en el contaminado cielo nepalí. Y se rehace. “Sé que estoy ayudando a muchas mujeres”, dice. Ella es su consejera, la única persona en la que confían y que atesora los secretos de muchas; los malos tratos y las violaciones en casa. No solo forma e invita a otras a que rompan con unas tradiciones perversas con las mujeres, sino que además lo ha llevado a la práctica con sus hijos. Ha roto las cadenas y su hija mayor se ha casado recientemente por voluntad propia con un hombre que la joven ha elegido libremente. La segunda estudia para ser consejera como ella y defender los derechos de las mujeres. “Y mi hijo estudia ingeniería”, termina orgullosa, ahora sí, con una sonrisa.
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